Antiguo Egipto tesoros

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Antiguo Egipto tesoros

 

BUSCA EN DE LOS TESOROS SEPULTADOS DEL ANTIGUO EGIPTO
     No hay duda, lo que impulsó el estudio científico del pasado egipcio fue la expedición de Napoleón. Por lo tanto, con Bonaparte comienza la egiptología.
   Desde el punto de vista político, la expedición a Egipto no dio ningún resultado durable, pero tuvo una profunda repercusión científica. El ejército francés no llevó solamente militares al país del Nilo, sino también todo un equipo de sabios, de investigadores y de artistas.
    En el Cairo se fundó un instituto egipcio, en donde, todavía hoy, se puede admirar la riqueza de las colecciones formadas por los sabios franceses durante esa campaña. Los principales resultados de sus investigaciones están consignados en una obra de treinta y dos volúmenes titulada Descripción de Egipto. La mayor parte de los descubrimientos franceses cayó en manos de los ingleses después de la capitulación del ejército napoleónico y ahora forma la base de las colecciones de antigüedades egipcias del British Museum de Londres.
   Los soldados franceses realizaron el descubrimiento más importante, efectuando obras de fortificación cerca de la pequeña ciudad de Roseta, al este de Alejandría: desenterraron una piedra de basalto negro pulido. "La piedra de Roseta" es de importancia excepcional, por tener tres inscripciones diferentes: Un texto jeroglífico, otro egipcio cursivo y por último otra en griego. Los sabios no tuvieron ningún trabajo en descifrar la última y dio la clave para poder desentrañar el misterio de las otras dos.
   El primer sabio que investigo la piedra se declaro vencido. Y sin embargo era uno de los mejores orientalistas franceses. El también orientalista y diplomático sueco Johan David Akerblad tuvo más éxito y fue el primero que alcanzo resultados positivos. Pudo traducir algunos nombres propios y trazar un alfabeto jeroglífico a grandes rasgos, lo que le proporcionó el calificativo del "primer egiptólogo". En 1802, publicó un libro sobre la piedra e Roseta, que preparó el camino para su posterior desciframiento de los mismos.
  JEAN FRANCOIS CHAMPOLLION
   Nacido en 1790, en una pequeña ciudad del sur de Francia, su infancia tuvo como trasfondo la Francia revolucionaria: el terror estaba entonces en su apogeo. A los nueve años ingresó en una escuela de Grenoble y muy pronto tuvo trato íntimo y familiar con el prefecto del departamento, hombre muy culto que había formado parte del estado mayor científico de Napoleón durante la expedición a Egipto. El joven Champollion se complacía en contemplar los objetos históricos que su amigo había traído del país de los faraones. Su tierna edad no era obstáculo para demostrar un dominio prodigioso en el estudio de las lenguas. A los dieciséis años comenzó la publicación de una obra de gran envergadura sobre el Egipto antiguo. Estaba ya familiarizado, por propia iniciativa y sin ayuda de nadie, con numerosas lenguas orientales: hebreo, árabe, sirio, caldeo, sánscrito, y diversos dialectos persas. Sus largas veladas de estudio le consumían la vista, pero Champollion no cejaba. Antes de cumplir los diecinueve años fue nombrado profesor de historia de Grenoble.
   El joven había comenzado a trabajar con manuscritos coptos y había redactado un estudio sobre los gigantes de la Biblia, luego, hacia 1808, se había apasionado por la inscripción jeroglífica trilingüe de Roseta, cotejándola con un papiro demótico y con los textos de Plutarco. Para el tiempo de la abdicación de Napoleón, él ya estaba situado en primera línea de los orientalistas y egiptólogos de su tiempo.
   Durante toda su vida, Champollión siguió siendo un acérrimo partidario de Napoleón y nunca trató de ocultarlo sus opiniones. Algunos integrantes del College de France llevaron sus quejas ante la corte de Luis XVIII y, por orden del rey, Champollión tuvo que cesar sus actividades docentes, pero eso no significó que su producción literaria cesara. En 1823 publicó su "Panteón egipcio", reproducción documentada de las divinidades de aquél antiguo imperio oriental, y, al año siguiente, un ensayo del sistema jeroglífico de los egipcios, confirmando sus métodos de descifrar. Su reputación como egiptólogo era ya enorme en todo el mundo erudito.
   Aún con la salud muy quebrantada por el prolongado trabajo y su innata inquietud, había descubierto el camino de un nuevo mundo, en donde la paz de su alma estaría al abrigo de todas las tempestades de la política: se entregó al dominio infinito de la egiptología, ciencia que aún estaba en pañales.
 CHAMPOLLION DESCIFRA LOS JEROGLiFICOS
   Su primera tarea fue explicar los siete jeroglíficos que componían el nombre del rey Ptolomeo. Después de muchas, muchísimas horas de búsquedas y decepciones, descubrió que en el texto jeroglífico de ese nombre y en el de Cleopatra aparecían equivalentes en otros idiomas, en el clásico cartucho. Animado por el éxito, continuó por el camino ya trazado y comenzó el examen comparativo de todos los nombres y títulos reales que cayeron en sus manos.
   Pero, la intuición genial de Champollión le permitió vencer las mayores dificultades. Seguro entonces de su empresa y rebozando de alegría, recogió sus notas, y las llevó ante el profesor de la Universidad de Grenoble, y arrojó el paquete de manuscritos sobre la mesa, exclamando "¡Ahí está!". Cayó redondo al suelo, presa de una crisis nerviosa, más que justificada después de quince años de penoso y agotador trabajo intelectual.
   El investigador permaneció cinco días antes de recuperarse de una especie de letargo. En lo sucesivo, Champollión continuo sus investigaciones con la ayuda de amigos leales y realizó viajes de estudio a los museos de Turín, Roma, y Nápoles, donde había restos del antiguo Egipto. Más tarde, fue nombrado director de la sección de egiptología del Louvre, y en 1828 pudo, al fin, realizar un viaje al país de los faraones por cuenta del mismo museo.
   UN JOVEN SABIO VIAJA A EGIPTO
   Champollión, conseguía lo que desde su juventud había soñado: pisar aquel suelo tan rico en recuerdos. Para viajar por Egipto sin contratiempos, en aquella época era conveniente, adoptar en lo posible las costumbres locales. Por lo tanto, se dejó crecer la barba y vivió tan a la usanza de los egipcios, que llegó a parecer un auténtico musulmán. Radiante de felicidad, realizó largos viajes en barco por el Nilo, contempló los altos alminares, los obeliscos y las pirámides, y gozó con el espectáculo de las palmeras.
   Pero todas las maravillas de Egipto, no eran nada en comparación con el entusiasmo que sentía el erudito ante cualquier inscripción. Solo se podía igualar con la alegría que sintió al penetrar sus misterios por primera vez. Consumió parte de su vida en las largas estancias que hacía junto a las tumbas de los reyes egipcios. En aquella atmósfera malsana y carente de aire, sacar copia de las extensas inscripciones requería un gran esfuerzo, ya que el trabajo tenía que hacerse con escasa luz y frecuentemente en posturas incómodas; y combinar e interpretar todos los descubrimientos era agotador.
  Champollión soportó mal el viaje de regreso y el paso sin transición del clima cálido de Egipto al crudo invierno de su patria; a poco de pisar Francia, en la Navidad de 1829, sintió el brusco cambio de temperatura y se había quejado por un grave ataque de reumatismo.
  Algún tiempo después de su regreso a París, el valor científico de su obra fue reconocido oficialmente con la creación de una Cátedra de Egiptología.
  Hacia finales de 1831 Champollión, sufrió un ataque de apoplejía y contrajo una parálisis facial. La pluma se le caía de las manos, pero tuvo aún bastantes arrestos para terminar el manuscrito de su gramática y de su diccionario egipcio y ordenar la fabulosa documentación recogida en su viaje. En la primavera de 1832, Jean Francois Champollión fallecía a la edad de 41 años.
  LOS COMIENZOS DE LA EGIPTOLOGÍA
  El italiano Batista Belzoni es considerado como el adelantado de la egiptología durante el período que siguió inmediatamente después a la expedición de Bonaparte. En el curso de sus excavaciones, durante los mayores calores del verano, exhumó de las arenas del desierto de Nubia el templo funerario de Ramsés II, cerca de Abu Simbel, y penetró los misterios de la segunda pirámide situada cerca de El Cairo, pero, por desgracia, cuando llegó a la cámara funeraria, la encontró saqueada. Belzoni reunió los tesoros artísticos de la antigua Tebas, realizó importantes descubrimientos en la orilla opuesta, en el Valle de los Reyes y en las tumbas de preclaros personajes, y se interesó sobre todo por los rollos de papiro. Hombre de estatura elevada y extraordinario vigor, durante algunos años se había ganado el sustento como atleta profesional; tenía una simpatía arrolladora que ganaba el afecto de la población indígena. Ni aun los temibles trogloditas que se han apropiado de las antiguas moradas de los muertos, las tumbas excavadas en las rocas, se atrevieron a atacarle, no obstante lo fácil que hubiera sido matar al extranjero y enterrarlo en una de aquellas tumbas que tanto le interesaban.
   En una montaña cerca de Kurna encontró unos largos pasadizos funerarios repletos de momias que databan de un período relativamente reciente, de la época en que las tumbas de los aristócratas se utilizaron para los difuntos humildes. Aunque Belzoni era de constitución poco común, necesitó de todo su esfuerzo para abrirse camino a través de aquellos estrechos corredores. La atmósfera era agobiante; de todas partes se desprendían cráneos, brazos y piernas.
  Su mayor hallazgo fue la tumba de Seti I, notable por sus maravillosos relieves. Belzoni descendió cien metros en el interior de la montaña, recorrió galerías magníficamente decoradas y encontró, por fin, el rico sarcófago del faraón. Era de alabastro blanco. Belzoni pudo sacar a la superficie esta obra de arte única. Hoy, este sarcófago constituye el orgullo del Soane Museum de Londres. Belzoni expidió para los ingleses des cargamentos enteros de antigüedades egipcias, pero ninguno de sus hallazgos igualo al del sarcófago de Seti I.
  EXCAVACIONES DE MARIETTE Y MORGAN
   En 1850 se inició un nuevo capitulo en la historia de las excavaciones en Egipto, cuando se encargó de su dirección el francés Auguste Mariette, descubridor de enormes cantidades de obras de arte en los alrededores de El Cairo y en Tebas. Trabajaba, no obstante, en un lugar ya saqueado muchas veces.
   En Dahshur, a 30 Km. Al sur de El Cairo, se levantan varias pirámides, dos de las cuales, casi en ruinas, estaban en otro tiempo cubiertas de piedra caliza blanca. Uno de los sucesores de Mariette, Jacques Morgan, se dedico al estudio de esos monumentos. En la más septentrional de ellas, los arqueólogos no habían descubierto aun la tumbo que se ocultaba en lo más recóndito de aquella enorme masa.
  En 1894, Morgan encontró el acceso a una cámara subterránea flanqueada por una galería de criptas.
   El acceso a las tumbas era difícil, pero esto no había impedido a los ladrones penetrar en ellas. Una de las puertas de que se sirvió Morgan se debía, sin duda, a los salteadores de tumbas.
  La pirámide había sido construida por Sesostris III, pero no era el faraón quien reposaba allí, sino que la pirámide se utilizaba como tumba de las reinas de la dinastía. En cierto modo, fue una decepción para los arqueólogos. Más pronto cambiaron de parecer, porque en las oscuras cámaras encontraron cadenas, brazaletes y collares de extraordinaria belleza. En tierras egipcias jamás se había descubierto nada tan valioso.
   En la cripta de una princesa se descubrió un verdadero tesoro compuesto por obras maestras de la orfebrería egipcia de la XII dinastía. Después, prosiguiendo sus búsquedas, encontró la tumba del gran Sosestris, pero los saqueadores ya la habían vaciado totalmente.
   Mucho tiempo antes ya se efectuaron importantes descubrimientos, sobre todo en el Valle de los Reyes. En el transcurso del tiempo, unos treinta faraones, entre ellos los más grandes que rigieron Egipto, fueron sepultados allí, lejos del mundanal ruido. Hoy solo se han encontrado dos de ellos, Amenofis II y Tutankamón( como sé vera en un artículo futuro), y pocas tumbas escaparon al pillaje de los saqueadores. Hay evidencia que en la antigüedad tardía, muchas momias fueron transportados a otras tumbas alternativas.
   Después de la desaparición de las momias reales, los documentos egipcios no dicen ni una palabra más sobre el Valle de los Reyes, escenario de tanto sucesos emocionantes. El Valle ha visto enterrar a los monarcas con una pompa que nosotros, hombres del siglo XX, no podemos siquiera imaginar y, desgraciadamente, había presenciado también las expediciones nocturnas de los ladrones. Ningún lugar de la Tierra tiene una historia tan novelesca como "el país del silencio", como los antiguos conocían a esta necrópolis fascinante.
  LA EGIPTOLOGIA SE PONE EN MARCHA
    Durante los primeros siglos de la Cristiandad, las tumbas horadadas en las rocas sirvieron de abrigo a los anacoretas que buscaban en los confines del desierto la soledad que anhelaban.
    Pero los piadosos ermitaños tuvieron que ceder el lugar a las partidas de ladrones que infectaban la región. Las autoridades ya trataron de dominar a los bandidos, pero sus esfuerzos resultaron inútiles. Los ladrones se replegaban a sus cavernas, convertidas en verdaderas fortalezas, o se internaban en la montaña, seguros de que nadie se atrevería a perseguirlos.
     Belzoni fue el primero en penetrar en las grutas, mostrando con ello una audacia todavía no superada, y su labor fue imitada por otros arqueólogos. A mediados del pasado siglo, una nutrida expedición alemana dirigida por Richad Lepsius, el mejor egiptólogo de la generación que siguió a Champollion, estudió el Valle de los Reyes de manera tan exhaustiva, que se creyó haber agotado todas las posibilidades. Por eso no se volvería a hablar del Valle hasta 1881, año importante en la historia de la egiptología. Hacía ya mucho tiempo que el arqueólogo Maspero no perdía de vista a un guía árabe que vendía papiros y otras antigüedades procedentes, al parecer, de las tumbas reales. El hombre era del pueblo de Kurna. Durante tres mil años los habitantes de este pueblo se especializaron en el pillaje de las tumbas y todavía hoy tienen fama de aprovechar esta fuente de riquezas cuando la ocasión se presenta. Maspero fue reuniendo pruebas contra el astuto árabe y lo hizo detener. Ello provocó un alboroto entre la gente de la tribu, y todo Kurna juró y perjuró que este excelente guía era víctima de un abominable error judicial.
    Afortunadamente, este hombre, picado en su honor, se querelló contra sus hermanos, uno de los cuales declaró a las autoridades que su familia poseía un tesoro que constaba de unas cuarenta momias, descubiertas unos seis años antes. Un directivo del museo de El Cairo fue a examinar los hallazgos y el lugar donde había sido descubierto. Cerca de la cima de un acantilado se habría una caverna de dificilísimo acceso; desde allí, unos corredores conducían a una gran sala abierta en el interior de la montaña. A la luz de la antorcha, el investigador descubrió numerosos sepulcros. Su sorpresa iba en aumento a medida que leía sus inscripciones; en algunos aparecía el nombre de los reyes más grandes de Egipto: Tutmosis III, Seti I y Ramses II. Desde hacía tiempo se conocían sus saqueadas tumbas, pero no se esperaba encontrar los cuerpos ni ver sus rostros. Aquella sala no era una tumba sino un escondite. Las inscripciones sobre las mortajas atestiguaban que los cuerpos fueron transferidos a ese refugio durante la época de decadencia del Egipto Antiguo, para proteger a los difuntos.
     Nuevos trabajos esperaban aún a los enviados del museo: transportar a los preciosos hallazgos al barco para trasladarlos a El Cairo. Era preciso hacerlo deprisa y terminar antes que la población estallara en un motín, en cuyo caso los arqueólogos europeos correrían un grave riesgo.
 LA TUMBA DE AKENATON Y OTROS SEPULCROS
  Diez Años más tarde, el árabe que había indicado el escondite prestó a los egiptólogos otro servicio tan excelente como el primero. Durante este tiempo había ingresado en los servicios arqueológicos egipcios, y su intuición y experiencia le permitieron descubrir una cripta muy disimulada, en donde se hallaron unas 150 momias de sacerdotes y sacerdotisas, del templo de Amón.
   En 1898 se hicieron nuevos hallazgos en el Valle. Se descubrieron varias tumbas reales, entre ellas las de Tutmosis I, Tutmosis III y Amenofis II. En esta última reposaban, además de Amenofis treinta momias reales, que fueron puestas a buen recaudo durante la XXI dinastía. Todas fueron llevadas al museo de El Cairo, menos la de Amenofis que se dejo en su sarcófago. La tumba fue cuidadosamente cerrada y dejada a la vigilancia de un guardia, pero una partida de saqueadores se introdujo en la última morada de Amenofis y, puestos de acuerdo con aquél, sacaron la momia del sarcófago para robar las joyas que el difunto pudiera tener. El servicio arqueológico encontró a los profanadores y los llevo ante el tribunal. Pero este estaba compuesto de indígenas, y ante tal areópago ¿qué valor pueden tener las pruebas?
   En 1902, un multimillonario americano, llamado Davis, consiguió del gobierno Egipcio la autorización para practicar excavaciones en el Valle de los Reyes. Trabajó durante doce inviernos consecutivos y descubrió entre otras, la tumba de Hatseput y la caverna donde se ocultaban el sarcófago de Akenatón; además, esta gruta contenía una parte de los objetos funerarios de la tumba primitiva de El-Amarna.
   En cierto sentido, la tumba de Akenatón no fue el hallazgo más interesante de Davis. También encontró la tumba donde están enterrados Juja y Tiju, los padres de la reina Tiy. Después de abrirse paso entre un enorme montón de escombros, Davis llegó ante una pared montañosa, en donde se abría una escalera que conducía a la una tumba simulada por un muro. En este muro, había huellas de un pasadizo abierto por saqueadores. Davis penetró en el sepulcro, acompañado de Maspero. Cuando encendieron las velas en la oscura sala, brilló el oro por doquier. La luz ilumino el revestimiento de oro puro de un sarcófago, en el que Maspero leyó el nombre de Juja.
    Un examen más minucioso mostró varios ataúdes matrices recubiertos con láminas de oro y plata. Los saqueadores habían arrancado las tapas de los ataúdes y sarcófagos y deshecho los vendajes de las momias para apoderarse de las joyas y aderezos.
   La tumba estaba repleta de riquezas, y los profanadores no se habían llevado más que las joyas. Nunca se había descubierto una tumba real que, en proporción, hubiera sufrido tan poco por los impíos, lo que debe atribuirse a una feliz casualidad. En este sepulcro, se encontraron muchas obras maestras de ebanistería egipcia, tales como sillones, coches y un pequeño cofre de joyas ensartadas en ébano y oro; también se halló un carro finamente esculpido, típico de la época de las dinastías XVIII y XIX. Hoy estos objetos forman la parte más importante de las colecciones del museo de El Cairo.
    En 1914, la concesión de Davis fue otorgada a otro aficionado, el inglés lord Carnavon, y su colaborador Howard Carter, arqueólogo experimentado, que abrió un nuevo período en la historia del Valle. Cuando Davis abandonó las excavaciones, estaba persuadido de que el Valle de los Reyes había sido removido hasta en sus menores rincones y entregado todos sus secretos. Lo mismo pensaba ya Belzoni casi un siglo antes. Pero Carvanon y Carter estaban seguros de encontrar, debajo de los montones de piedra que todavía no habían sido removidos, si no tumbas, al menos rocas sin explorar, y que los trabajos planeados exigirían muchos esfuerzos. Tenían que remover unas 200.000 toneladas de escombros y cascotes para comenzar las excavaciones de aquella zona en que sospechaban se encontraba la tumba de Tutankamón.
    En el otoño de 1917, comenzaron su tarea arqueológica, y para la primavera de 1922 no había obtenido ningún indicio que valiera la pena.
 LOS TRABAJOS ARQUEOLOGICOS DE CARTER
   Después, la cosa cambió. Un hermoso día del 1922, apenas los hombres de Carter habían tomado el pico, cuando dieron con un descubrimiento que sobrepasaba los sueños más increíbles. Dejemos que nos lo narre el propio Carter:
   "Procuré- escribe- contar exactamente todo lo que ha pasado, sin olvidar nada. No será fácil, pues el hallazgo fue tan súbito, que casi me dio vértigo, y en los meses que siguieron sucedieron cosas tan maravillosas que apenas tenía tiempo de reflexionar."
   Lo descubierto en el terreno, la mañana del 4 de noviembre, indicó inmediatamente que se trataba de algo inusitado. Los obreros le contaron que hallaron, bajo los escombros, algunos peldaños tallados en la roca. "En este momento"- dice – "casi no podía creer que hubiésemos encontrado la tumba. Al día siguiente, ya no podíamos dudar, era evidente que estábamos a la entrada de un sepulcro. Pero las decepciones anteriores nos dejaron una huella tan profunda que no nos atrevíamos a entusiasmarnos con la alegría y mostrábamos una secreta reserva. La tumba había sido probablemente saqueada a conciencia como las demás. Uno tras otro aparecían los peldaños de la escalera, y al caer la tarde habían sido puestos al descubierto todos. Al pie de ésta escalera aparecía una puerta sellada".
    Aquel día, Carter tuvo que contentarse con perforar la puerta y practicar un agujero lo suficientemente ancho como para introducir una lámpara eléctrica. A la luz de ésta vio que el pasadizo, que conducía de la puerta a la cripta, estaba casi cubierto de piedras y escombros. Espectáculo confortador que probaba que la tumba estaba cuidadosamente protegida por las antiguas autoridades egipcias.
    Lord Carnavon, el mecenas de Carter, se hallaba entonces en Inglaterra, y como deseaba estar presente en la apertura del sepulcro, se suspendieron los trabajos hasta su llegada a Luxor. Carter colocó dos hombres de confianza en los alrededores de la tumba, hizo cerrar de nuevo el camino de acceso y, para más seguridad, lo cubrió con grandes piedras.
EL SEPULCRO DE TUTANKAON, UN DESCUBRIMIENTO SENSACIONAL
     El 25 de noviembre, Lord Carnavon llegó a Luxor. Después de desembarazar la entrada, se pudieron examinar más de cerca los sellos que cerraban la tumba; varios de ellos llevaban el nombre de Tutankamón. Se descubrió también otro detalle menos confortador: un examen detenido de la puerta y del pasadizo les indicó que la tumba había sido abierta y los sellos colocados de nuevo con mucho cuidado. ¡Era la huella de los saqueadores! En el ambiente flotaba una pregunta: ¿ Habrían sido muchos los estragos?
    En la mañana del 26 de noviembre se despejó el pasadizo de las ruinas que lo llenaban y hallaron otra puerta sellada. Como la primera, también esta había sido, sin duda, abierta y luego cerrada. "Con manos temblorosas –continua Carter- hice un pequeño agujero en el ángulo superior izquierdo." Después de asegurarse de que ningún gas peligroso salía de la tumba, introdujo una vela encendida en el interior. " De pronto –dice- no pude ver nada, pues el aire cálido que salía de la cripta hacía vacilar la llama de la vela. Pero cuando mis ojos se fueron acostumbrando a la luz tenue, pude distinguir muchas cosas, animales extraños, estatuas, oro que reverberaba por doquier. Por un momento fui presa del estupor. Finalmente, lord Carnavon no resistió más y me preguntó lleno de zozobra: ¿ves algo?, sí algo maravillosa. No pude decir más. Enseguida, después de ensanchar la apertura, los dos pudimos ver la cripta e iluminarla con una lampara eléctrica.
   Carter escribía:
   "Supongo que la mayor parte de los arqueólogos sienten como yo, una impresión de su preocupación y de incertidumbre cuando penetran en una sala que tres mil años antes fue sellada por manos piadosas.
    En esos momentos, el tiempo no cuenta. Han pasado miles de años, quizá, desde que el hombre hoyó este suelo y, sin embargo, vestigios de vida rodean al arqueólogo por todas partes. Parece que el muerto hubiera sido enterrado ayer. El aire mismo que respiramos no ha sido renovado durante milenios de años; lo compartimos con el que ha colocado la momia en su última morada. El concepto de tiempo desaparece aquí. (...) Lo primero que vimos fueron tres grandes parihuelas doradas. Tenían los brazos esculpidos en forma de cabeza de león, de hipopótamo y de vaca, los tres animales que eran la encarnación de la diosa Hator. Cuando fueron iluminados por la luz, las esculturas se proyectaron en forma fantástica sobre los muros. Estábamos casi asustados. Luego nos llamaron la atención, un par de estatuas de reyes de tamaño natural. Se levantaban como dos centinelas cerca de la pared derecha y llevaban una túnica dorada; tenían en las manos una maza de combate y un bastón, y en la frente la cobra sagrada, símbolo del poder real. De repente, nos asaltó una idea: Que raro, no hay ningún sarcófago ni la más liguera señal de una momia. Después entre los dos centinelas descubrimos otra puerta sellada; comprendimos entonces que la sala en la que nos encontrábamos era la antecámara de la verdadera cripta. Detrás de esta última puerta debían esconderse otras salas, y en una de ellas íbamos a descubrir al faraón en toda su magnificencia".
  INVENTARIO DE UNOS TESOROS FARAONICOS
    En la mañana del día siguiente, el jefe de la expedición examinó la tercera puerta sellada y descubrió un agujero echo por alguien y después tapado y sellado, su abertura era bastante grande para que un hombre delgado pudiera colarse por ella.
   "¡ No éramos los primeros en entrar allí!",- escribe Carter, - "¡Los ladrones se nos habían adelantado una vez más y no nos quedaba más que comprobar la gravedad del saqueo! Nos hubiera gustado abrir esa puerta sin esperar más y poner así fin a nuestra incertidumbre, pero los muchos y ricos objetos de la antecámara estaban muy estropeados y no podíamos retirarlos sin antes hacer una lista completa de estos descubrimientos y haberlos               fotografiado. Y esto requería mucho tiempo."
    Carter y lord Cavanon iniciaron, pues, el inventario de las maravillas de la antecámara, y mientras estaban ocupados en ello dieron con un nuevo descubrimiento: otra puerta sellada en la que los ladrones habían agujereado pero que esta vez no taparon al abandonar el lugar. Los dos arqueólogos pudieron echar una ojeada al interior de aquella tercera sala, algo más pequeña que la primera, pero atestada de objetos funerarios en un desorden imposible de describir. Las huellas de los ladrones eran evidentes.
    El inventario de la antecámara fue muy difícil de llevar a cabo, pues no era fácil extraer un objeto sin dañar a otro. Estaba todo amontonado de tal forma que algunas veces era necesario construir andamiajes, con las mayores precauciones, para mantener un objeto o un grupo de objetos en su lugar mientras se levantaban otros. Algunas de estas maravillas estaban en perfecto estado de conservación; otras eran tan frágiles que no se podía adivinar si serían capaces de soportar más el propio peso cuando se las extrajera de aquella maraña de objetos. Se planteó, entonces el problema de sí debían ser estudiadas en el mismo lugar o resistirían el traslado al laboratorio, para su investigación. Frecuentemente fue necesario optar por la primera solución.
   "El trabajo sería lento y capaz de destrozar los nervios al más paciente, pero siempre tuvimos en cuenta la responsabilidad que pesaba sobre nosotros. El arqueólogo no es dueño de lo que descubre, ni lo puede tratar como le plazca. Cada hallazgo es un regalo del pasado al presente y el arqueólogo no es más que un intermediario. Si por indiferencia, descuido o incompetencia, estropea las posibilidades de su hallazgo es culpable de un grave delito. Si trabaja con poca atención o demasiada prisa, puede hacer que se escape una suerte que ya no volverá jamás. Poseídos por estas ideas, se puede imaginar los sentimientos que abrigaríamos durante el tiempo que duraron los trabajos. El peligro del robo no dejaba de inquietarnos. Ya he dicho que la tumba de Tutankamón no fue respetada por los ladrones de siglos pasados, pues el sello de la primera puerta probaba que la tumba fue profanada unos años después de los funerales del faraón. Los ladrones intentaron llevarse, en primer lugar, los objetos de oro macizo, pero felizmente, debieron de obrar un tanto a la ligera porque muchas joyas escaparon de su codicia. Con todo, nunca sabremos exactamente que tesoros habrán robado.
    "Siete semanas fueron necesarias para evacuar la primera sala y en verdad que nos sentimos aliviados al dar fin a ello".
 EL ENIGMA DE LA ULTIMA SALA
   Con ello podían descubrir el misterio de la última sala y derribaron con sumo cuidado una parte del muro de separación. Una especie de altar recubierto de oro y engastado con magnífica porcelana azul obstruía el paso e iluminaba toda la sala con su resplandor. Era casi seguro que rodeaba el sarcófago real.
   La preocupación de los arqueólogos era si los ladrones habían llegado hasta el faraón. Carter y lord Cavanon sumamente emocionados hicieron saltar los cerrojos del tabernáculo y abrieron las puertas. En el interior hallaron otro tabernáculo más pequeño; las puertas estaban cerradas y de los cerrojos pendía un sello intacto. No cabría duda. Por primera vez, se encontraban ante el cuerpo de un rey de Egipto cuyo reposo no había sido turbado por los saqueadores de tumbas.
    Pero la habitación del sarcófago ofrecía otros hallazgos interesantes. Había una puerta que se abría a una cuarta sala. "Al primer golpe de vista – dice Carter-, nos convencimos de que los mayores tesoros de la tumba estaban allí. Cerca del muro, precisamente frente a la entrada, se encontraba el más bello monumento que se pudiera contemplar. Estaba compuesto por un gran sepulcro recubierto de oro y rematado por una especie de friso formado de serpientes sagradas. Alrededor de este sepulcro aparecían las estatuas de las cuatro diosas protectores de la muerte, cuyas encantadoras siluetas levantaban el brazo en señal de bendición. Su actitud era tan natural y sus rostros expresaban tal simpatía y piedad, que nos parecía que las estábamos profanando con solo mirarlas."
   Después de muchas dificultades con el gobierno egipcio, Carter obtuvo la autorización para abrir el sarcófago de Tutankamón en el otoño de 1925. Encontró un féretro de madera; en el interior de éste, otro féretro semejante contenía un tercer ataúd, el más rico que haya existido en el mundo, de oro puro y engastado con esmaltes de vivos colores. Pesaba doscientos kilogramos, algunos dicen que cuatrocientos. El examen anatómico de la momia reveló que el faraón acababa de cumplir dieciocho años en el momento de su muerte.
   Con el mayor secreto, el féretro fue transportado al Museo Egipcio de El Cairo, a donde llegó el primer día de 1926.
   Nunca se produjo un descubrimiento tan valioso como el de la tumba de Tutankamón. La belleza y riqueza de los muebles y de sus obras de arte sobrepasaban cuanto se había encontrado hasta entonces en Egipto. Gracias a la tumba de este joven faraón, la cultura egipcia atrajo muchos estudiosos que hoy admiten que dicha cultura ejerció sobre los pueblos vecinos una influencia mucho más profunda de lo que se creía anteriormente. Cuando se contemplan las riquezas que encerraba la tumba de un insignificante faraón, cuyo reinado no duró más de seis o siete años, se adivina el esplendor con que debieron amueblarse las tumbas de faraones tan poderosos como Tutmosis III, Amenofis II, Seti I y Ramsés II.
   Los sucesivos descubrimientos de templos y tumbas en el transcurso de los años permitieron a los investigadores dar una idea cada vez más exacta de la Antigüedad egipcia. Las colecciones de obras de arte y de objetos que nos permiten conocer esta vieja cultura no cesan de aumentar. Basta visitar el museo del Louvre en París, el Rapenburg de Leyde, las colecciones belgas de los Museos Real de Arte y de Historia de Bruselas, entre otros, para darse cuenta de esto.
   Por otra parte los trabajos de interpretación de la antigua escritura progresan constantemente. De vez en cuando, con el hallazgo de nuevas ruinas con inscripciones jeroglíficas o de algún fragmento de papiro, los egiptólogos descifran y combinan estos documentos, levantando poco a poco el velo del misterio que rodea la fascinante historia del antiguo Egipto. (*)
(*) Fuente:  Condensado del libro Historia Universal, Tomo II de Carl Grimberg
 Ilustraciones( desde arriba hacia abajo): 1: Champollion; 2: Piedra de la Rosetta; 3: Momia de Ramsés ll; 4: Ruinas de pirámide de Sesostris lll; 5: Howard Carter examinando momia de Tutankamón; 6: H. Carter durante traslado de piezas de valor arqueológico.

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