Juan meléndez valdés poesias

Juan meléndez valdés poesias

 

 

 

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Juan meléndez valdés poesias

 

JUAN MELÉNDEZ VALDÉS

Nació en Ribera del Fresno (Badajoz) el 11 de marzo de 1754. Estudió en Salamanca, donde se unió al grupo de González, Iglesias, etc., y donde conoció a Cadalso. También entabló relaciones epistolares con Jovellanos, quien le animó a cultivar la poesía seria. Le dio renombre su égloga Batilo, premiada por la Real Academia Española en 1780. Meléndez fue profesor de humanidades en Salamanca y luego magistrado. Durante la Guerra de la Independencia siguió el partido de José Napoleón, viéndose obligado a emigrar al terminar la contienda. Murió en Montpellier el 24 de mayo de 1817. Meléndez fue el primer poeta del siglo XVIII, destacándose no sólo en sus anacreónticas y sus poesías amorosas de exquisita elegancia, sino también en las odas sobre temas filosóficos y religiosos, expresiones poéticas de la ideología Ilustrada.

 

EDICIONES

Poesías, Madrid, Ibarra, 1785.
Poesías, Valladolid, Viuda e hijos de Santander, 1797, 3 vols.
Poesías, Madrid, Imprenta Nacional (I y IV), Imprenta Real (II y III), 1820, 4 vols (con prólogo del autor y la “Noticia histórica y literaria de Meléndez Valdés” por M. J. Quintana).
Poesías, París, Smith, 1832 (reimpresa por Vicente Salvá).
Poesías. Edición completa con el prólogo y la vida del autor, Barcelona, Bergnes, 1838 (por J. Mor de Fuentes).
CUETO, Lepoldo Augusto de, Poetas líricos del siglo XVIII,Madrid, BAE, 1871,II, 67-252.
FOULCHÉ-DELBOSC, R., “Los Besos de Amor. Odas inéditas de D. Juan Meléndez Valdés”, Revue Hispanique, I (1894), 166-195.
FOULCHÉ-DELBOSC, R., “Poesías y cartas inéditas de D. Juan Meléndez Valdés”, Revue Hispanique, I (1894), 266-313.
Poesías, Pedro Salinas, ed., Madrid, Clásicos Castellanos, 1925 [edición poco correcta].
Poesías inéditas. Introducción bibliográfica de Antonio Rodríguez-Moñino, Madrid, 1954.
Obras en verso, J. H. R. Polt y Jorge Demerson, eds., Oviedo, 1981.
La lira de marfil: poesías selectas, J. H. R. Polt y Jorge Demerson, eds., Madrid, Castalia, 1981.
Poesía y prosa, selección, introducción y notas de Joaquín Marco, Barcelona, Planeta, 1990.

 

ESTUDIOS
COLFORD, William E., Juan Meléndez Valdés: A Study in the Transition from Neo-Classicism to Romanticism in Spanish Poetry, Nueva York, 1942.
COX, R. Merritt., Juan Meléndez Valdés, Nueva York, 1974.
DEMERSON, Georges. Don Juan Meléndez Valdés et son temps (1754-1817), París, 1962;                                                      trad. española:  Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo (1754-1817), Madrid, 1971, 2 vols.
FROLDI, Rinaldo. Un poeta illuminista: Meléndez Valdés, Milan-Varese, 1967.


ODA ANACREÓNTICA XV.
DE MIS NIÑECES

     Siendo yo niño tierno,
con la niña Dorila
me andaba por la selva
cogiendo florecillas,
de que alegres guirnaldas,                                 5
con gracia peregrina,
para ambos coronarnos
su mano disponía.
Así en niñeces tales
de juegos y delicias                                                 10
pasábamos felices
las horas y los días.
Con ellos poco a poco
la edad corrió deprisa,
y fue de la inocencia                                               15
saltando la malicia.
Yo no sé; mas al verme
Dorila se reía;
y a mí de sólo hablarla
también me daba risa.                                             20
Luego al darle las flores
el pecho me latía;
y al ella coronarme
quedábase embebida.
Una tarde, tras esto                                           25
vimos dos tortolitas
que con trémulos picos
se halagaban amigas,
y de gozo y deleite,
cola y alas caídas,                                                    30
centellantes sus ojos,
desmayadas gemían.
Alentónos su ejemplo,
y entre honestas caricias
nos contamos turbados                                           35
nuestras dulces fatigas;
y en un punto, cual sombra
voló de nuestra vista
la niñez; mas en torno
nos dio el Amor sus dichas.                                  40

 

 

 

 

DE LA PALOMA DE FILIS

      Filis, ingrata Filis,
tu paloma te enseña;
ejemplo en ella toma
de amor y de inocencia.
Mira cómo a tu gusto                                          5
responde, cómo deja
gozosa, si la llamas,
por ti sus compañeras.
¿Tu seno y tus halagos
olvida, aunque severa                                             10
la arrojes de la falda,
negándote a sus quejas?
No, Filis; que aun entonces,
si intento detenerla,
mi mano fiel esquiva,                                             15
y a ti amorosa vuela.
¡Con cuánto suave arrullo
te ablanda! ¡Cómo emplea
solícita sus ruegos,
y en giros mil te cerca!                                           20
¡Ah crédula avecilla!
En vano, en vano anhelas;
que son para tu dueño
agravio las finezas.
Pues ¿qué cuando en la palma                        25
el trigo le presentas,
y al punto de picarlo,
burlándote la cierras?
¡Cuán poco del engaño,
incauta, se recela,                                                    30
y pica, aunque vacía,
la mano que le muestras!
¡Qué fácil se entretiene!
Un beso le consuela;
siempre festiva arrulla,                                           35
siempre amorosa juega.
Su ejemplo, Filis, toma,
pero conmigo empieza,
y repitamos juntos
lo que a su lado aprendas.                                      40

 

 

 

ODA ANACREÓNTICA II.
EL AMOR MARIPOSA

      Viendo el Amor un día
que mil lindas zagalas
huían de él medrosas
por mirarle con armas,
dicen que, de picado,                                          5
les juró la venganza,
y una burla les hizo,
como suya, extremada.
Tornóse en mariposa,
los bracitos en alas,                                                 10
y los pies ternezuelos
en patitas doradas.
¡Oh! ¡qué bien que parece!
¡Oh! ¡qué suelto que vaga,
y ante el sol hace alarde                                         15
de su púrpura y nácar!
Ya en el valle se pierde,
ya en una flor se para,
ya otra besa festivo,
y otra ronda y halaga.                                             20
Las zagalas, al verle,
por sus vuelos y gracia
mariposa le juzgan,
y en seguirle no tardan.
Una a cogerle llega,                                          25
y él la burla y se escapa;
otra en pos va corriendo,
y otra simple le llama,
despertando el bullicio
de tan loca algazara                                                30
en sus pechos incautos
la ternura más grata.
Ya que juntas las mira
dando alegres risadas
súbito Amor se muestra,                                        35
y a todas las abrasa.
Mas las alas ligeras
en los hombros por gala
se guardó el fementido,
y así a todos alcanza.                                              40
También de mariposa
le quedó la inconstancia:
llega, hiere, y de un pecho
a herir otro se pasa.

 

LETRILLA XIII.
EL LUNARCITO

             La noche y el día,
¿qué tienen de igual?
¿De dónde, donosa,
el lindo lunar
que sobre tu seno                                                       5
se vino a posar?
¿Cómo, di, la nieve
lleva mancha tal?
La noche y el día,
¿qué tienen de igual?                                 10
¿Qué tienen las sombras
con la claridad,
ni un oscuro punto
con la alba canal
que un val de azucenas                                    15
hiende por mitad?
La noche y el día,
¿qué tienen de igual?
Premiando sus hojas
el ciego rapaz,                                                          20
por juego un granate
fue entre ellas a echar;
mirólo y rióse,
y dijo vivaz:
“La noche y el día,                                     25
¿qué tienen de igual?”
En él sus saetas
se puso a probar,
mas nunca lo hallara
su punta fatal.                                                           30
Y diz que, picado,
se le oyó gritar:
“La noche y el día,
¿qué tienen de igual?”
Entonces su madre                                            35
la parda señal
por término puso
de gracia y beldad,
do clama el deseo,
al verse estrellar:                                                     40
“La noche y el día,
¿qué tienen de igual?”
Estréllase y mira,
y torna a mirar ,
mientra el pensamiento                                          45
mil vueltas le da,
iluso, perdido,
ansiando encontrar,
la noche y el día,
qué tienen de igual.                                    50
Cuando tú lo cubres
de un albo cendal,
por sus leves hilos
se pugna escapar.
¡Señuelo del gusto!
¡dulcísimo imán!                                                     55
La noche y el día,
¿qué tienen de igual?
Turgente tu seno
se ve palpitar,
y a su blando impulso                                             60
él viene y él va;
diciéndome mudo
con cada compás:
“La noche y el día,
¿qué tienen de igual?”                               65
Semeja una rosa
que en medio el cristal
de un limpio arroyuelo
meciéndose está,
clamando yo al verle                                        70
subir y bajar:
“La noche y el día,
¿qué tienen de igual?”
¡Mi bien! si alcanzases
la llaga mortal                                                          75
que tu lunarcito
me pudo causar,
no así preguntaras,
burlando mi mal:
“La noche y el día,                                     80
¿qué tienen de igual?”

 

 

 

 

ODA ANACREÓNTICA XLVII.                         
DE LA NIEVE

      Dame, Dorila, el vaso
lleno de dulce vino,
que sólo en ver la nieve
temblando estoy de frío.
Ella en sueltos vellones                                      5
por el aire tranquilo
desciende, y cubre el suelo
de fúlgidos armiños.
¡Oh! ¡cómo el verla agrada,
de esta choza al abrigo,                                          10
deshecha en copos leves
bajar con lento giro!
Los árboles del peso
se inclinan oprimidos
y alcorza delicado                                                   15
parecen en el brillo.
Los valles y laderas,
de un velo cristalino
cubiertos, disimulan
su mustio desabrigo,                                               20
mientras el arroyuelo,
con nuevas aguas rico,
saltando bullicioso
se burla de los grillos.
Sus surcos y trabajos                                        25
ve el rústico perdidos,
y triste no distingue
su campo del vecino.
Las aves enmudecen
medrosas en el nido                                                30
o buscan de los hombres
el mal seguro asilo,
y el tímido rebaño
con débiles balidos
demanda su sustento                                               35
cerrado en el aprisco.
Pero la nieve crece,
y en denso torbellino
la agita con sus soplos
el aquilón maligno.                                                 40
Las nubes se amontonan,
y el cielo de improviso
se entolda pavoroso
de un velo más sombrío.
Dejémosla que caiga,                                       45
Dorila, y bien bebidos
burlemos sus rigores
con nuevos regocijos.
Bebamos y cantemos,
que ya el abril florido                                             50
vendrá en las blandas alas
del céfiro benigno.

 

 

ODA ANACREÓNTICA XLIII.                          
DE LA NOCHE

      ¿Dó está, graciosa noche,
tu triste faz y el miedo
que a los mortales causa
tu lóbrego silencio?
¿Dó está el horror, el luto                                  5
del delicado velo
con que del sol nos cubres
el lánguido reflejo?
¡Cuán otra, cuán hermosa
te miro yo, que huyendo                                        10
del popular ruïdo
la dulce paz deseo!
Tus sombras, ¡qué süaves!
¡Cuán puro es el contento
de las tranquilas horas                                            15
de tu dichoso imperio!
Ya extático los ojos
alzando, el alto cielo
mi espíritu arrebata
en pos de sus luceros;                                             20
ya en el vecino bosque
los fijo y con un tierno
pavor sus negros chopos
en formas mil contemplo;
ya me distraigo al silbo                                    25
con que entre blando juego
los más flexibles ramos
agita manso el viento.
Su rueda plateada
la luna va subiendo                                                 30
por las opuestas cimas
con plácido sosiego.
Ora una débil nube
que le salió al encuentro
de trasparente gasa                                                  35
le cubre el rostro bello.
Ora en su solio augusto
baña de luz el suelo,
tranquila y apacible
como lo está mi pecho.                                          40
Ora finge en las ondas
del líquido arroyuelo
mil luces que con ellas
parecen ir corriendo.
Él se apresura en tanto                                     45
y a regalado sueño
los ojos solicita
con un murmullo lento.
Las flores de otra parte
un ámbar lisonjero                                                  50
derraman y al sentido
dan mil placeres nuevos.
¿Dó estás, vïola amable,
que con temor modesto
sólo a la noche fías                                                  55
tu embalsamado seno?
¡Ay! ¡cómo en él se duerme
con plácido meneo,
ya de volar cansado,
el céfiro travieso!                                                    60
¿Pero qué voz süave
en amoroso duelo
las sombras enternece
con ayes halagüeños?
¡Oh ruiseñor cuitado!                                       65
tu delicado acento,
tus trinos melodiosos,
tu revolar inquieto
me dicen los dolores
de tu sensible afecto.                                              70
¡Felice tú, que sabes
tan dulce encarecerlo!
¡Oh! ¡goce yo contino,
goce tu voz, y al eco
me duerma de tus quejas                                        75
sin sustos ni recelos!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SILVA IX.
EL LECHO DE FILIS

      “¿Dó me conduce Amor? ¿dó inadvertido,
en soñadas venturas embebido,
llegué con planta osada?
Ésta es la alcoba de mi Fili amada;
aquél su lecho, aquél. Allí reposa;                          5
allí su cuerpo delicado, hermoso
en blanda paz se entrega
al sueño más süave; esta dichosa
holanda la recibe. Llega, llega
con paso respetoso,                                                 10
¡oh deseo feliz!, llega y suspira
sobre el lecho de Fili; y silencioso,
si en él descansa, al punto te retira.
Retírate; no acaso a despertarla
en tu ardor impaciente                                            15
te atrevas por tu mal; huye prudente,
huye de riesgo tal, y ni a mirarla
pararte quieras por estar dormida,
que aun corre riesgo, si la ves, tu vida.
Pero sólo está el lecho. ¡Afortunado                    20
lecho, salve mil veces,
pues que gozar mereces
de su esquiva beldad! ¡Salve, nevado
lecho; y consiente que mi fina boca
la holanda estreche que felice toca                      25
los miembros bellos de mi Fili amada!
Su deliciosa huella señalada
en ti, lecho felice,
‘Aquí posó dormida
la rubia frente’ a mi deseo dice,                           30
‘allí tendió hacia mí su brazo hermoso,
del delirio de un sueño conmovida;
y aquí asentó su seno delicioso.’
¡Oh salve veces mil; y el atrevido
tiempo no te consuma,                                           35
dichoso lecho, del Amor mullido!
Siempre en tomo de ti las Gracias velen;
los sueños lisonjeros,
cuando mi Fili tu süave pluma
busque, sobre ella cariñosos vuelen;                   40
en sus alas los céfiros ligeros
todo el ámbar le ofrezcan de las flores;
y mi forma tomando,
el placer en su seno mil ardores,
gozos mil mueva, su desdén domando.               45
¡Salve, lecho feliz, que sólo sabes
misterios tan süaves!
Tú, si su seno cándido palpita,
le sientes palpitar; tú si se queja,
tú si el placer la agita                                              50
y embriagada le deja
fingirse mil venturas,
todo lo entiendes, lecho regalado,
todo lo entiendes con envidia mía.
Sus ansias inefables, sus ternuras,                        55
sus gozos, sus desvelos,
su tímida modestia, sus recelos,
en el silencio de la noche amado
patentes a ti solo, con el día
para mí desparecen                                                 60
y cual la niebla al sol se desvanecen.
¡Oh lecho, feliz lecho, cuál suspiro
cuando tu suerte y mis zozobras miro!
Si en ti el reposo habita,
¿de dó, lecho feliz, viene la llama                        65
que en delicias me inflama ?
¿la grata turbación que el pecho agita?
¡Ah, lecho afortunado!
tú de mi bien en tu quietud recibes
el llanto aljofarado                                                  70
si lastimada llora; tú percibes,
tú sólo en sus amores confidente,
su delicada voz. ¿Mis ansias siente?
¿se angustia como yo? ¿teme? ¿recela?
¿duda si en verla tardo, y se desvela?                  75
¡Ay! tú lo sabes: dímelo, te ruego,
y templa de una vez mi temor ciego;
témplalo, dulce lecho...” Así decía
el ardiente Damón, sin que pensase
que Filis le atendía                                                  80
a otra parte del lecho retirada.
La bella zagaleja, lastimada
de que tanto penase,
salió presta de donde se escondía;
Damón se turba, y Filis cariñosa                          85
se ríe dulcemente y le asegura,
mudando la serrana desdeñosa
su rigor desde entonces en blandura.

 

 

 

 

 

ODA XIII.
LOS BESOS DE AMOR

      ¡Oh noche deliciosa!
¡Oh afortunado lecho! ¡Oh gloria mía!
¡Oh Amarilida hermosa!
mi amor en ti confía
la dulcísima gloria de este día.                                5
Pensando en mi amor ciego
los venideros ratos concertados
y aquel lascivo juego
con tus pechos nevados,
y mil sabrosos besos a hurto dados,                     10
cuando en tiernos abrazos
a tu cándido cuello asido estaba
cual la vid con mil lazos,
y tu boca sonaba
con los ardientes besos que me daba,                  15
quedéme ayer dormido
¡oh nunca despertara a más dolores!
¡Ay! yo soñé el cumplido
premio de mis amores
gozándote, mi bien, entre las flores.                    20
¡Cuán dulces cosa vía !
¡Qué brazos y qué pechos! ¡Qué cintura!
Mi vista discurría
con ardiente presura,
ansioso de gozar tanta hermosura;                       25
y al ceñir a tu cuello
mis amorosos brazos en cadena,
ora tu labio bello,
con dulces voces suena,
y ora al quejarse mi furor refrena.                        30
Mas yo de amor perdido,
ya tus ayes, donosa, me aplacaban,
ya de tu ardor movido
las ropas te quitaba
y toda de mis besos te anegaba.                            35
¡Qué de luchas trabamos,
quitada ya la luz y a cuántos juegos
de nuevo, ¡ay me! tornamos!
ora humilde a mis ruegos,
ora pugnando entrambos de amor ciegos,          40
Ya las tetas mostrabas
redonduelas y cándidas cual nieve,
y ya las ocultabas
porque de nuevo pruebe
mi mano a hallarlas, y en su ardor se cebe.        45
Mas cuando amor instiga
al dulce ayuntamiento apetecido
y en sabrosa fatiga
me falta ya el sentido,
de un éxtasis dulcísimo impedido,                       50
tú con lasciva mano
tocándome proterva, a nueva vida
del dueño soberano
me tornas atrevida,
y un besito a otro sueño me convida.                  55
Así se dobla el fuego
y los halagos crecen al sonido
del alternado ruego
respondiendo a un quejido
el muerdito en el beso confundido.                      60
Y entre el murmullo lento
el ánima parece en suspirando
salirse entre el aliento,
o que nos va faltando
para tantos deleites no bastando.                          65
Engáñase el que intenta
poner término a amor y sus furores,
porque él sabe sin cuenta
mil deleites y ardores,
y mil modos de abrazos y favores.                       70
¿Qué aprovecha a lo obscuro
envolver el amor? A la luz clara.
gócelo yo seguro
sin que me niegue avara
la divina Amaralida su cara.                                  75
Vea de sus ojuelos
el lascivo mirar y oiga el sonido
de sus blandos anhelos,
cuando a compás movido
mi muslo suene, a su muslo unido;                      80
y la vista derrame
por su nevado vientre y por sus lados,
y tanto amor me inflame
que en lazos duplicados
mil veces nos gocemos ayuntados,                      85
saciándose mis ojos
en cuanto el hado crudo así lo ordena
pues los fieros cerrojos
la muerte al lado suena
del Orco, do tan presto nos condena.                   90
Por esto, gloria mía,
la verdad de mi sueño no tardemos,
y en ardiente porfía,
ahora que podemos,
los dulces gustos del amor gocemos.                   95

 

 

 

EPÍSTOLA VI.
EL FILÓSOFO EN EL CAMPO

Epístola de 1794, influida por Saint-Lambert (Les Saisons) y por la Sátira I de Jovellanos.

Bajo una erguida populosa encina,
cuya ancha copa en torno me defiende
de la ardiente canícula, que ahora
con rayo abrasador angustia el mundo,
tu oscuro amigo, Fabio, te saluda.                          5
Mientras tú en el guardado gabinete
a par del feble ocioso cortesano,
sobre el muelle sofá tendido yaces,
y hasta para alentar vigor os falta,
yo en estos campos, por el sol tostado,               10
lo afronto sin temor, sudo y anhelo;
y el soplo mismo que me abrasa ardiente,
en plácido frescor mis miembros baña.
Miro y contemplo los trabajos duros
de triste labrador, su suerte esquiva,                    15
su miseria, sus lástimas, y aprendo
entre los infelices a ser hombre.
¡Ay Fabio, Fabio! en las doradas salas,
entre el brocado y colgaduras ricas,
el pie hollando entallados pavimentos,               20
¡qué mal al pobre el cortesano juzga!
¡qué mal en torno la opulenta mesa,
cubierta de mortíferos manjares,
cebo a la gula y la lascivia ardiente,
del infeliz se escuchan los clamores!                  25
Él carece de pan; cércale hambriento
el largo enjambre de sus tristes hijos,
escuálidos, sumidos en miseria,
y acaso acaba su doliente esposa
de dar ¡ay! a la patria otro infelice,                      30
víctima ya de entonces destinada
a la indigencia, y del oprobio siervo;
y allá en la corte, en lujo escandaloso
nadando en tanto, el sibarita ríe
entre perfumes y festivos brindis,                        35
y con su risa a su desdicha insulta.
Insensibles nos hace la opulencia,
insensibles nos hace. Ese bullicio,
ese contino discurrir veloces
mil doradas carrozas, paseando                            40
los vicios todos por las anchas calles;
esas empenachadas cortesanas,
brillantes en el oro y pedrería
del cabello a los pies; esos teatros,
de lujo y de maldades docta escuela,                   45
do un ocioso indolente a llorar corre
con Andrómaca o Zaida , mientras sordo
al anciano infeliz vuelve la espalda
que a sus umbrales su dureza implora;
esos palacios y preciosos muebles,                      50
que porque más y más se infle el orgullo,
labró prolijo el industrioso china ;
ese incesante hablar de oro y grandezas,
ese anhelo pueril por los más viles
despreciables objetos, nuestros pechos               55
de diamante tornaron; nos fascinan,
nos embebecen, y olvidar nos hacen
nuestro común origen y miserias.
Hombres, ¡ay! hombres, Fabio amigo, somos,
vil polvo, sombra, nada; y engreídos                   60
cual el pavón en su soberbia rueda,
deidades soberanas nos creemos.
“¿Qué hay”,nos grita el orgullo,”entre el colono,
de común, y el señor? ¿ Tu generosa
antigua sangre, que se pierde oscura                   65
allá en la edad dudosa del gran Nino,
y de héroe en héroe hasta tus venas corre,
de un rústico a la sangre igual sería ?
El potentado distinguirse debe
del tostado arador; próvido el cielo                     70
así lo ha decretado, dando al uno
el arte de gozar, y un pecho al otro
llevador del trabajo; su vil frente
del alba matinal a las estrellas
en amargo sudor los surcos bañe,                         75
y exhausto expire, a su señor sirviendo,
mientras él coge venturoso el fruto
de tan ímprobo afán, y uno devora
la sustancia de mil.” ¡Oh, cuánto, cuánto
el pecho se hincha con tan vil lenguaje,              80
por más que grite la razón severa
y la cuna y la tumba nos recuerde
con que justa natura nos iguala!
No, Fabio amado, no; por estos campos
la corte olvida; ven y aprende en ellos,               85
aprende la virtud. Aquí, en su augusta
amable sencillez, entre las pajas,
entre el pellico y el honroso arado
se ha escogido un asilo, compañera
de la sublime soledad; la corte                              90
las puertas le cerró, cuando entre muros
y fuertes torreones y hondas fosas,
de los fáciles bienes ya cansados
que en mano liberal su Autor les diera,
los hombres se encerraron imprudentes,             95
la primitiva candidez perdiendo.
En su abandono triste religiosas
en sus chozas pajizas la abrigaron
las humildes aldeas, y de entonces
con simples cultos fieles la idolatran.               100
Aquí los dulces, los sagrados nombres
de esposo, padres, hijos, de otro modo
pronuncia el labio y suenan al oído.
Del entrañable amor seguidos siempre,
y del tierno respeto, no tu vista                          105
ofenderá la escandalosa imagen
del padre injusto que la amable virgen
hostia infeliz arrastra al santuario
y al sumo Dios a su pesar consagra,
por correr libre del burdel al juego;                   110
no la del hijo indigno que pleitea
contra el autor de sus culpables días
por el ciego interés; no la del torpe
impudente adulterio en la casada
que en venta al Prado sale, convidando            115
con su mirar y quiebros licenciosos
la loca juventud, y al vil lacayo,
si el amante tardó, se prostituye;
no la del impio abominable nieto
que cuenta del abuelo venerable                        120
los lentos días, y al sepulcro quiere
llevarlo en cambio de su rica herencia;
del publicano el corazón de bronce
en la común miseria, de la insana
disipación las dádivas, y el precio                     125
de una ciudad en histrïones viles;
ni, en fin, de la belleza melindrosa,
que jamás pudo ver sin desmayarse
de un gusanillo las mortales ansias,
empero hasta el patíbulo sangriento                  130
corre, y con faz enjuta y firmes ojos
mira el trágico fin del delincuente,
lívida faz y horribles convulsiones,
quizá comprando este placer impío,
la atroz curiosidad te dará en rostro.                 135
Otras, otras imágenes tu pecho
conmoverán, a la virtud nacido.
Verás la madre al pequeñuelo infante
tierna oprimir en sus honestos brazos,
mientra oficiosa por la casa corre,                     140
siempre ocupada en rústicas tareas,
ayuda, no ruina del marido;
el cariño verás con que le ofrece
sus llenos pechos, de salud y vida
rico venero; juguetón el niño                              145
ríe, y la halaga con la débil mano,
y ella enloquece en fiestas cariñosas.
La adulta prole en torno le acompaña,
libre, robusta, de contento llena,
o empezando a ser útil, parte en todo                150
tomar anhela, y gózase ayudando
con manecillas débiles sus obras.
En el vecino prado brincan, corren,
juegan y gritan un tropel de niños
al raso cielo en su agradable trisca,                   155
a una pintados en los rostros bellos
el gozo y las pasiones inocentes,
y la salud en sus mejillas rubias.
Lejos, del segador el canto suena
entre el blando balido del rebaño                       160
que el pastor guía a la apacible sombra,
y el sol sublime en el cenit señala
el tiempo del reposo; a casa vuelve,
bañado en sudor útil, el marido
de la era polvorosa; la familia                            165
se asienta en tomo de la humilde mesa.
¡Oh, si tan pobre no la hiciese el yugo
de un mayordomo bárbaro, insensible!
Mas, expilada de su mano avara,
de Tántalo el suplicio verdadero                        170
aquí, Fabio, verías; los montones
de mies dorada en frente están mirando,
premio que el cielo a su afanar dispensa,
y hasta de pan los míseros carecen.
Pero, ¡oh buen Dios! del rico con oprobio,      175
su corazón en reverentes himnos
gracias te da por tan escasos dones,
y en tu entrañable amor constante fía.
Y mientras charlan corrompidos sabios
de ti, Señor, para ultrajarte, o necios                 180
tu inescrutable ser definir osan
en aulas vocingleras, él contempla
la hoguera inmensa de ese sol, tu imagen,
del vago cielo en la extensión se pierde,
siente el aura bullir, que de sus miembros       185
el fuego templa y el sudor copioso,
goza del agua el refrigerio grato,
del árbol que plantó la sombra amiga,
vede sus padres las nevadas canas,
su casta esposa, sus queridos hijos,                   190
y en todo, en todo con silencio humilde
te conoce, te adora religioso.
¿Y éstos miramos con desdén? ¿La clase
primera del estado, la más útil,
la más honrada, el santüario augusto                 195
de la virtud y la inocencia hollamos?
Y ¿para qué? Para exponer tranquilos
de una carta al azar ¡oh noble empleo
del tiempo y la riqueza! lo que haría
próvido heredamiento a cien hogares;              200
para premiar la audacia temeraria
del rudo gladiador, que a sus pies deja
el útil animal que el corvo arado
para sí nos demanda; los mentidos
halagos con que artera al duro lecho,                205
desde sus brazos, del dolor nos lanza
una impudente cortesana; el raro
saber de un peluquero, que elevando
de gasas y plumaje una alta torre
sobre nuestras cabezas, las rizadas                    210
hebras de oro en que ornó naturaleza
a la beldad, afea y desfigura
con su indecente y asquerosa mano.
¡Oh oprobio! ¡oh vilipendio! La matrona,
la casta virgen, la vïuda honrada                        215
¿ponerse pueden al lascivo ultraje,
a los toques de un hombre? ¿Esto toleran
maridos castellanos? ¿El ministro
de tan fea indecencia por las calles,
en brillante carroza y como en triunfo,             220
atropellando al venerable anciano,
al sacerdote, al militar valiente,
que el pecho ornado con la cruz gloriosa
del Patrón de la patria, a pie camina?
Huye, Fabio, esa peste. ¿En tus oídos         225
de la indigencia mísera no suena
el suspirar profundo, que hasta el trono
sube del sumo Dios? ¿Su justo azote
amenazar no ves? ¿No ves la trampa,
el fraude, la bajeza, la insaciable                       230
disipación, el deshonor lanzarlos
en el abismo del oprobio, donde
mendigarán sus nietos infelices,
con los mismos que hoy huellan confundidos?
Húyelos, Fabio; ven, y estudia dócil           235
conmigo las virtudes de estos hombres
no conocidos en la corte. Admira,
admira su bondad; ve cuál su boca,
llana y veraz como su honrado pecho,
sin velo, sin disfraz, celebra, increpa                240
lo que aplaudirse o condenarse debe.
Mira su humanidad apresurada
al que sufre acorrer; de boca en boca
oirás volar ¡oh Fabio! por la corte
esta voz celestial; mas no, imprudente,            245
en las almas la busques, ni entre el rico
brocado blando abrigo al infelice.
Sólo los que lo son, sólo en los campos
los miserables condolerse saben,
y dar su pan al huérfano indigente.                    250
Goza de sus sencillas afecciones
el plácido dulzor, el tierno encanto;
ve su inocente amor con qué energía,
con qué verdad en rústicos conceptos
pinta sus ansias a la amable virgen,                   255
que en mutua llama honesta le responde,
el bello rostro en púrpura teñido;
y bien presto ante el ara el yugo santo
el nudo estrechará, que allá forjaran
vanidad o ambición, y aquí la dulce                  260
naturaleza, el trato y la secreta
simpática virtud que unió sus almas.
Sus amistades ve; desatendida
en las altas ciudades do enmudece
su lengua el interés, sólo en el rudo                   265
labio del labrador oirás las voces
de esta santa virtud, gozarás pura
sólo en su seno su celeste llama.
Admira su paciente sufrimiento,
o más bien llora, viéndolos desnudos,              270
escuálidos, hambrientos, encorvados,
lanzando ya el suspiro postrimero
bajo la inmensa carga que en sus hombros
puso la suerte. El infeliz navega,
deja su hogar, y afronta las borrascas               275
del inmenso Oceano, porque el lujo
sirva a tu gula, y su soberbio hastío,
el café que da Moca perfumado
o la canela de Ceilán. La guerra
sopla en las almas su infernal veneno,              280
y en insano furor las cortes arden;
desde su esteva el labrador paciente,
llorando en torno la infeliz familia,
corre a la muerte, y en sus duros brazos
se libra de la patria la defensa.                           285
Su mano apoya el anhelante fisco;
la aciaga mole de tributos carga
sobre su cerviz ruda, y el tesoro
del estado hinche de oro la miseria.
Ese sudor amargo con que inunda               290
los largos surcos que su arado forma,
es la dorada espiga que alimenta,
Fabio, del cortesano el ocio muelle.
Sin ella el hambre pálida... ¿Y osamos
desestimarlos? Al robusto seno                          295
de la fresca aldeana confiamos
nuestros débiles hijos, porque el dulce
néctar y la salud felices hallen,
de que los privan nuestros feos vicios.
¿y por vil la tenemos? ¿Al membrudo              300
que nos defiende injustos desdeñamos?
sus útiles fatigas nos sustentan,
¿y en digna gratitud con pie orgulloso
hollamos su miseria, porque al pecho
la roja cinta o la brillante placa                          305
y el ducal manto para el ciego vulgo
con la clara Excelencia nos señalen?
¿Qué valen tantas raras invenciones
de nuestro insano orgullo, comparadas
con el montón de sazonadas mieses                  310
que crio el labrador? Débiles niños,
fináramos bien presto en hambre y lloro
sin el auxilio de sus fuertes brazos.

 

ODAS FILOSÓFICAS Y SAGRADAS III.
LA PRESENCIA DE DIOS

      Doquiera que los ojos
inquieto torno en cuidadoso anhelo,
allí ¡gran Dios! presente
atónito mi espíritu te siente.
Allí estás, y llenando                                          5
la inmensa creación, so el alto empíreo,
velado en luz, te asientas
ytu gloria inefable a un tiempo ostentas.
La humilde hierbecilla
que huello, el monte que de eterna nieve            10
cubierto se levanta,
y esconde en el abismo su honda planta;
el aura que en las hojas
con leve pluma susurrante juega,
yel sol que en la alta cima                                    15
del cielo ardiendo el universo anima,
me claman que en la llama
brillas del sol, que sobre el raudo viento
con ala voladora
cruzas del occidente hasta la aurora,                   20
y que el monte encumbrado
te ofrece un trono en su elevada cima;
la hierbecilla crece
por tu soplo vivífico, y florece.
Tu inmensidad lo llena                                    25
todo, Señor, y más: del invisible
insecto al elefante,
del átomo al cometa rutilante.
Tú a la tiniebla oscura
das su pardo capuz, y el sutil velo                        30
a la alegre mañana,
sus huellas matizando de oro y grana;
y cuando primavera
desciende al ancho mundo, afable ríes
entre sus gayas flores,                                            35
y te aspiro en sus plácidos olores,
y cuando el inflamado
Sirio más arde en congojosos fuegos,
tú las llenas espigas
volando mueves, y su ardor mitigas.                   40
Si entonce al bosque umbrío
corro, en su sombra estás, y allí atesoras
el frescor regalado,
blando alivio a mi espíritu cansado.
Un religioso miedo                                           45
mi pecho turba, y una voz me grita:
“En este misterioso
silencio mora; adórale humildoso.”
Pero a par en las ondas
Te hallo del hondo mar: los vientos llamas,       50
y a su saña lo entregas,
o, si te place, su furor sosiegas.
Por doquiera infinito
te encuentro, y siento en el florido prado
y en el luciente velo                                                55
con que tu umbrosa noche entolda el cielo
que del átomo eres
el Dios, y el Dios del sol, del gusanillo
que en el vil lodo mora,
yel ángel puro que tu lumbre adora.                   60
Igual sus himnos oyes,
yoyes mi humilde voz, de la cordera
el plácido balido,
ydel león el hórrido rugido;
y a todos dadivoso                                            65
acorres, Dios inmenso, en todas partes
ypor siempre presente.
¡Ay! oye a un hijo en su rogar ferviente.
Óyele blando, y mira
mi deleznable ser; dignos mis pasos                    70
de tu presencia sean,
y doquier tu deidad mis ojos vean.
Hinche el corazón mío
de un ardor celestial que a cuanto existe
como tú se derrame                                                 75
y ¡oh Dios de amor! en tu universo te ame.
Todos tus hijos somos:
el tártaro, el lapón, el indio rudo,
el tostado africano
es un hombre, es tu imagen y es mi hermano.

 

 

ODAS FILOSÓFICAS Y SAGRADAS X.
VANIDAD DE LAS QUEJAS DEL HOMBRE CONTRA SU HACEDOR

Al Excmo. Sr. D. Felipe Palafox y Portocarrero, conde de Montijo

En un principio el poeta dedicó esta oda, compuesta en 1781, a Jovellanos; pero al imprimirla lo hizo con el nombre de Palafox, también amigo suyo, lo mismo que su mujer, la Condesa. El vivo interés de Palafox por las ciencias naturales tal vez ayude a explicar esta dedicación. Sobre la influencia en la oda de Meléndez del Essay on Man de Pope, véase Alban Forcione, “Meléndez Valdés and the Essay on Man”, Hispanic Review, 34 (1966), 291-306.

      ¿Es el orgullo, es la razón quejosa
la que airada se vuelve y cuenta pide
al Hacedor divino
de esta fábrica hermosa
y la grandeza de sus obras mide?                           5
“En este todo inmenso y peregrino
¿por qué el grado más digno
al linaje del hombre no fue dado?
¿por qué fue echado en el humilde suelo?
¿No es rey universal de lo criado?                       10
Pues suba y more el cristalino cielo.
¿La luna plateada para él solo
no recibe la luz que al suelo envía?
¿Las fulgentes estrellas
del uno al otro polo                                                 15
sus esclavas no son? ¿ y al albo día
por él no baña con sus luces bellas
el sol, cuando huyen ellas?
Una, pues, una su grandeza cuanto
llevan los seres todos repartido:                           20
sus quejas cesen y su justo llanto,
y sea en el mundo cual señor servido.”
El hombre osado en su soberbio pecho
se queja así de Dios y romper quiere,
vasallo rebelado,                                                     25
aquel vínculo estrecho
que cada parte a su lugar refiere
y ata y sostiene cuanto está creado.
“Yo fui”, dice, “formado
por término de todo, el fin primero                      30
del universo soy: a mí es debida
la luz del sol, el brillo del lucero
y la tierra de hierba y flor vestida”.
¿Y no se debe al ave el raudo viento,
presa al lobo rapaz, pasto a la oveja,                   35
lluvias al verde prado?
¿El líquido elemento
al pez no se le debe? ¿Dónde deja
el Hacedor ni un átomo olvidado ?
Todo está colocado                                                 40
cual debe en su gran obra; y nada puede
del círculo salir que le ha cabido,
sin que en desorden ciego al punto quede,
pues todo en ella mueve y es movido.
No, excelso Palafox; si el hombre osa          45
al ángel emular, cuando quisiera
llenar más alto grado,
la soberbia orgullosa
habla en su corazón, no la severa
razón con que por Dios fue sublimado.               50
Por el primer pecado
su pecho está en dos bandos dividido:
el apetito arrastra por la tierra,
cual humilde reptil; y el atrevido
ánimo al cielo mismo pone guerra.                      55
La modesta razón no encumbra el vuelo,
sino hacia sí se vuelve, y asombrada
ve la inmensa cadena
que ata el abismo al cielo.
¿Del infinito en medio y de la nada,                    60
qué es el hombre ignorante? ¿Quién serena
las borrascas o enfrena
los bravos huracanes? A las aves,
¿quién enseña a surcar el vago viento,
ya sus lenguas los cánticos süaves?                     65
¿oquién dio al árbol hojas y alimento?
Entonces cuando el hombre alcanzar pueda
qué es la hoguera del sol, de dónde viene
la lluvia y el rocío,
qué fuerza impele a la celeste rueda,                   70
dónde suspenso el universo tiene
de Dios el infinito poderío,
podrá en su orgullo impío
a los seres decir: “A ti te toca
llenar este lugar, a ti este grado”,                         75
y así adular a su soberbia loca,
en el centro de todos colocado.
Mas no tanto: si el siervo los secretos
ve del señor, o si el vasallo sabe
qué sistemas medita                                                80
y sagrados decretos
el rey en su hondo seno; si en ti cabe
sondar cómo tu cólera se irrita,
¡oh ciego!, y quién la excita,
quién a tu sangre por las venas mueve,               85
por qué causa la piedra al centro baja,
por qué es líquida el agua, el viento leve,
en tachar necio a tu Hacedor trabaja.
¡Hijo del polvo, si elevarla osas,
alza la vista al cielo y ve la esfera                        90
de estrellas tachonada,
todas a par hermosas!
¿Es solo para ti tanta lumbrera?
Acaso cada cual será empleada
en bañar con dorada                                                95
llama, como acá el sol, otro gran suelo;
y los que el globo de Satumo moran,
tan lejos como tú miran el cielo,
y que tú habitas este punto ignoran.
Los ojos vuelve hacia la baja tierra,            100
y a sus vivientes llega a tu despecho:
el más imperceptible
mil otros en sí encierra.
Del mosquito sutil, ¡qué inmenso trecho
al que apenas la lente hace visible!                   105
¿Y acaso no es posible
descender aun de aquél? Pues él contiene
dentro en sí otros, que a vivir dispone;
cada cual movimiento y partes tiene,
y cada parte de otras se compone.                     110
El hombre, comparado, generoso
amigo, al universo, es cual el punto
con la tendida esfera
o un ola al mar undoso.
Su saber es que empieza y muere junto,           115
y menos que un instante su carrera.
Mas años mil viviera,
jamás otros misterios sondaría.
Las cosas todas en la nada nacen
y en lo infinito paran; quien las cría                  120
contará solo los guarismos que hacen.
Hombre mortal, escucha: “ Al orden mira
del todo; el orden es la ley primera
del cielo soberano.
La inmensidad admira                                          125
del universo y gózate en tu esfera,
que tu felicidad está en tu mano.
Deja de anhelar vano
por el lugar del ángel: a él subiendo,
también al tuyo el bruto ascendería,                  130
la planta al animal fuera impeliendo,
y del orden por ti todo saldría.
La providencia es justa: a ti te ha dado
en suerte la virtud, y al tosco bruto
el deleite grosero.                                                  135
No estés, no, mal hallado
con la augusta virtud: su dulce fruto
es del alma la paz, y el verdadero
gozo su compañero,
que nada acá en la tierra darte puede.               140
¿Y qué en ella o los cielos comparable
merece ser al justo? ¿quién le excede
o es hechura de Dios más admirable?
La grande ley que vivifica todo
es el común amor: ama a tu hermano,              145
ama a la patria, y ama
todo el mundo de modo
que antepongas al Dueño soberano
que bienes tantos sobre ti derrama.
Si este ardor bien te inflama,                              150
ora en la tierra mores largos días,
o en flor te anuble un ábrego enojoso,
no temas las mortales agonías,
que como justo acabarás gozoso.”
Así naturaleza al hombre dice;                     155
y la blanda esperanza hasta él desciende
que le conforta el pecho;
y él con ella es felice.
Mas si su osada vanidad entiende,
le deja, en sus sistemas satisfecho,                    160
trabajar sin provecho.
Su presunción con risa mira el cielo;
y él, nunca en su locura bien hallado,
mientras anhela el bien con más desvelo,
más parece que el bien huye su lado.                165

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ROMANCE XXXIV.
LA TARDE

      Ya el Héspero delicioso,
entre nubes agradables,
cual precursor de la noche,
por el Occidente sale,
do con su fúlgido brillo                                      5
deshaciendo mil celajes,
a los ojos se presenta
cual un hermoso diamante.
Las sombras que le acompañan
se apoderan de los valles,                                      10
ysobre la mustia hierba
su fresco rocío esparcen.
Su corona alzan las flores,
yde un aroma süave,
despidiéndose del día,                                            15
embalsaman todo el aire.
El sol afanado vuela,
ysus rayos celestiales
contemplar tibios permiten,
al morir, su augusta imagen,                                 20
símil a un globo de fuego
que en vivas centellas arde,
yen la bóveda parece
del firmamento enclavarse.
Él de su altísima cumbre                                 25
veloz se despeña, y cae
del Océano en las aguas,
que a recibirlo se abren.
¡Oh! ¡qué visos! ¡qué colores!
¡qué ráfagas tan brillantes                                      30
mis ojos embebecidos
registran de todas partes!
Mil sutiles nubecillas
cercan su trono, y mudables,
el cárdeno cielo pintan                                           35
con sus graciosos cambiantes.
Los reverberan las aguas,
yparece que retrae
indeciso el sol los pasos,
yen mirarlos se complace.                                    40
Luego vuelve, huye y se esconde,
ydeja en poder la tarde
del Héspero, que en los cielos
alza su pardo estandarte,
como un cendal delicado,                                45
que en su ámbito inmensurable,
en un momento extendido,
súbito al suelo se abate,
a que en tan rápida fuga
su vislumbre centellante,                                       50
envuelto en débiles nieblas,
ya sin pábulo desmaye.
Del nido al caliente abrigo
vuelan al punto las aves,
cuál al seno de una peña,                                       55
cuál a lo hojoso de un sauce;
y a sus guaridas los rudos
selváticos animales,
temblando al sentir la noche,
se precipitan cobardes.                                           60
Suelta el arador sus bueyes;
y entre sencillos afanes,
para el redil los ganados
volviendo van los zagales.
Suena un confuso balido,                                65
gimiendo que los separen
del dulce pasto, y las crías
corren, llamando a sus madres.
Lejos las chozas humean,
y los montes más distantes                                    70
con las sombras se confunden,
que sus altas cimas hacen,
de ellas a la excelsa esfera
grupándose desiguales
estas sombras en un velo                                       75
a la vista impenetrable.
El universo parece
que, de su acción incesante
cansado, el reposo anhela,
yal sueño va a abandonarse.                                 80
Todo es paz, silencio todo,
todo en estas soledades
me conmueve, y hace dulce
la memoria de mis males.
El verde oscuro del prado,                              85
la niebla que undosa a alzarse
empieza del hondo río,
los árboles de su margen,
su deleitosa frescura,
los vientecillos que baten                                       90
entre las flores las alas,
y sus esencias me traen,
me enajenan y me olvidan
de las odiosas ciudades
y de sus tristes jardines,                                         95
hijos míseros del arte.
Liberal naturaleza,
porque mi pecho se sacie,
me brinda con mil placeres
en su copa inagotable.                                          100
Yo me abandono a su impulso;
dudosos los pies no saben
dó se vuelven, dó caminan,
dó se apresuran, dó paren.
Cruzo la tendida vega                                    105
con inquietud anhelante
por si en la fatiga logro
que mi espíritu se calme.
Mis pasos se precipitan;
mas nada en mi alivio vale,                                 110
que aun gigantescas las sombras
me siguen para aterrarle.
Trepo, huyéndolas, la cima,
y al ver sus riscos salvajes,
“¡Ay!”, exclamo, “¡quién, cual ellos,               115
insensible se tornase!”
Bajo del collado al río,
y entre sus lóbregas calles
de altos árboles, el pecho
más pavoroso me late.                                          120
Miro las tajadas rocas,
que amenazan desplomarse
sobre mí, tomar oscuros
sus cristalinos raudales.
Llénanme de horror sus sombras,                125
y el ronco fragoso embate
de las aguas, más profundo
hace este horror, y más grave.
Así, azorado y medroso,
al cielo empiezo a quejarme                               130
de mis amargas desdichas,
y a lanzar dolientes ayes,
mientras de la luz dudosa
expira el último instante,
yel manto la noche tiende                                  135
que el crepúsculo deshace.

 

 

 

 

 

 

 

ODA XXIV.
A LA MAÑANA, EN MI DESAMPARO Y ORFANDAD

Esta oda elegíaca, en que se ve la influencia de los Night Thoughts deEdward Young, la escribió el poeta en 1777 , poco después de la muerte de su hermano Esteban.

      Entre nubes de nácar la mañana,
de aljófares regando el mustio suelo,
asoma por oriente,
las mejillas de grana,
de luz candente el transparente velo,                     5
y muy más pura que el jazmín la frente.
Con su albor no consiente
que de la opaca noche el triste manto
ni su escuadra de fúlgidos luceros
la tierra envuelva en ceguedad y espanto,          10
mas con pasos ligeros,
la luz divina y pura dilatando,
los va al ocaso umbrífero lanzando;
y en el diáfano cielo, coronada ,
de rutilantes rayos, vencedora                              15
se desliza corriendo.
Con la llama rosada
que en torno lanza, el bajo mundo dora,
a cada cosa su color volviendo.
El campo, recogiendo                                             20
el alegre rocío de las flores,
del hielo de la noche desmayadas,
tributa al almo cielo mil olores;
las aves acordadas
el cántico le entonan variado                                25
que su eterno Hacedor les ha enseñado.
En el ejido el labrador en tanto
los vigorosos brazos sacudiendo
a su afán se dispone;
y entre sencillo canto,                                             30
ora el ferrado trillo revolviendo
las granadas espigas descompone,
o en alto montón pone
la mies dorada que a sus trojes lleve,
o en presto giro la levanta al viento                     35
que el grano purgue de la arista leve,
con su suerte contento,
mientras los turbulentos ciudadanos
libres se entregan a cuidados vanos.
Yo sólo, ¡miserable! a quien el cielo             40
tan gravemente aflige, con la aurora
no siento ¡ay! alegría,
sino más desconsuelo,
que en la callada noche al menos llora
sola su inmenso mal el alma mía,                        45
atendiéndome pía
la luna los gemidos lastimeros,
que a un mísero la luz siempre fue odiosa.
Vuelve, pues, rodeada de luceros,
oh noche pavorosa,                                                 50
que el mundo corrompido ¡ay! no merece
le cuente un infeliz lo que él padece.
Tú con tu manto fúnebre, sembrado
de brillantes antorchas, entretienes
los ojos cuidadosos                                                 55
y al mundo fatigado
en alto sueño silenciosa tienes.
Mientras velan los pechos amorosos,
los tristes, sólo ansiosos,
cual estoy yo, de lágrimas y quejas,                    60
para mejor llorar te solicitan;
y cuando en blanda soledad los dejas,
sus ansias depositan
en ti, oh piadosa noche; y sus gemidos
de Dios tal vez merecen ser oídos.                       65
Que tú en tus negras alas los levantas
y con clemente fervoroso vuelo
vas y ante el solio santo
los rindes a sus plantas,
de allí trayendo un celestial consuelo                  70
que ledo templa el más amargo llanto,
aunque el fiero quebranto
que este mi tierno corazón devora,
por más que entre mil ansias te lo cuento,
por más que el cielo mi dolor implora,               75
no amaina, no, el tormento,
ni yo ¡ay! puedo cesar en mi gemido,
huérfano, joven, solo y desvalido.
Mientras tú, amiga noche, los mortales
regalas con el bálsamo precioso                           80
de tu süave sueño,
yo corro de mis males
la lamentable suma; y congojoso
de miseria en miseria me despeño,
cual el que en triste ensueño                                 85
de alta cima rodando al suelo baja,
que en mis ojos, de lágrimas cubiertos,
su amoroso rocío jamás cuaja,
siempre en mi daño abiertos.
Quiérote empero más, oh noche umbría,            90
que la enojosa luz del triste día.

ELEGÍA III. LA PARTIDA

Escrita en 1778 ó 1779, esta elegía refleja la lectura de La Nouvelle Héloise, de Rousseau (véase Demerson, Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo (1754-1817), Madrid, 1971 , II, 227 y ss.). Con respecto al tema de la diligencia (versos 46 y ss.) imita a Jovellanos, sobre todo su Epístola III (1778) (véase Joaquín Arce, “Jovellanos y la sensibilidad prerromántica”, Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, 36 (1960), 163 y ss.).

      En fin voy a partir, bárbara amiga,
Voy a partir, y me abandono ciego
a tu imperiosa voluntad. Lo mandas;
ni sé ni puedo resistir: adoro
la mano que me hiere, y beso humilde                  5
el dogal inhumano que me ahoga.
No temas ya las sombras que te asustan,
las vanas sombras que te abulta el miedo
cual fantasmas horribles, a la clara
luz de tu honor y tu virtud opuestas,                    10
que nacer solo hicieran... En mi labio
la queja bien no está; gima y suspire,
no a culpar tu rigor dé los instantes
del más ardiente amor tal vez postreros.
Tú, de ti misma juez, mis ansias juzga,               15
mi dolor justifica; a mí no es dado
sino partir. ¡Oh Dios! ¡de mi inefable
felicidad huir! ¡en mis oídos
no sonará su voz! ¡no las ternezas
de su ardiente pasión! ¡Mis ojos tristes               20
no la verán, no buscarán los suyos,
y en ellos su alegría y su ventura!
¡No sentiré su delicada mano
dulcemente tal vez premiar la mía,
yo extático de amor...! ¡Bárbara! ¡injusta!         25
¿qué pretendes hacer? ¿qué placer cabe
en afligir al mismo a quien adoras,
que te idolatra ciego? No, no es tuyo
este exceso de horror; tu blando pecho,
de dulzura y piedad a par formado,                     30
no inhumano bastara a concebirlo.
Tu amable boca, el órgano süave
de amor, que sólo articular palabras
de alegría y consuelo antes supiera,
no lo alcanzó a mandar. Sí, te conozco;              35
te justifico, y las congojas veo
de tu inocente corazón... Mi vida,
mi esperanza, mi bien, ¡ah!, ve el abismo
do vamos a caer, que te fascinas,
que no conoces el horrible trance                         40
en que vas a quedar, que a mí me aguarda
con tan amarga arrebatada ausencia.
No lo conoces deslumbrada; en vano,
tranquila ya, despavorida y sola,
me llamarás con doloridos ayes.                          45
Habré partido yo; y el rechinido
del eje, el grito del zagal, el bronco
confuso son de las volantes ruedas,
a herir tu oído y afligir tu pecho
de un tardío pesar irán agudos.                             50
Yo entre tanto abatido, desolado,
a tu estancia feliz vueltos los ojos,
mis ojos ciegos en su llanto ardiente,
te diré adiós; y besaré con ellos
las dichosas paredes que te guardan,                   55
mis fenecidas glorias repasando
y mis presentes invencibles males.
¡Ay! ¿dó si un paso das donde no encuentre
de nuestro tierno amor mil dulces muestras?
Entra aquí, corre allá, pasa a otra estancia:        60
“ Aquí”, ellas te dirán, “se postró humilde
a tus pies, y la mano allí le diste.
Allá, loco en su ardor, corrió a tu encuentro;
y allí le viste en lágrimas bañado,
en lágrimas de amor. Con mil ternezas               65
más allá fino te ofreció su llama
y al cielo hizo testigo y los luceros
de su lazada eterna, indisoluble,
en la noche feliz... “Sedlo, fulgentes
antorchas del Olimpo, y tú, callada                     70
luna, que atiendes mis sentidas quejas,
y antes mi gloria y sus finezas viste:
sedlo; y benignas en mi amarga suerte
ved a mi amada, vedla, y recordadle
su santo indisoluble juramento.                            75
Vedla, y gozad de su donosa vista,
de las sencillas animadas gracias
de su semblante. ¡Oh Dios! Yo afortunado
las gozaba también; su voz oía,
su voz encantadora, que elevada                          80
lleva el alma tras sí, su voz que sabe
hacer dulce hasta el no, gratas las quejas.
¡Oh, qué de veces de sus tiernos labios
me enajenó la plácida sonrisa,
las vivas sales y hechiceras gracias!                    85
¡Oh, qué de tardes, de agradables horas,
de nuestra dicha hablando, instantes breves
se nos huyeran! ¡Qué de ardientes votos!
¡Qué de suspiros y esperanzas dulces
crédulas nuestras almas concibieron,                  90
y el cielo hoy en su cólera condena!
¡Qué proyectos formáramos!... Mi vida,
mi delicia, mi amor, mi bien, señora,
amiga, hermana, esposa -¡oh, si yo hallara
otro nombre aun más dulce!-, ¿qué pretendes?
¿sabes dó quieres despeñarme? Espera,
aguarda pocos días; no me ahogues.
Después yo mismo partiré; tú nada
tendrás que hacer ni que mandar; humilde
correré a mi destierro y resignado.                    100
Mas ora ¡irme! ¡dejarte! ¡Si me amas,
¿por qué me echas de ti, bárbara amiga?...
Ya lo veo: te canso; cuidadosa
conmigo evitas el secreto, me huyes;
sola te asustas, y de todo tiemblas.                    105
Tu lengua se tropieza balbuciente,
y embarazada estás cuando me miras.
Si yo te miro, desmayada tornas
la faz, y alguna lágrima... ¡Oh martirio!
Yo me acuerdo de un tiempo en que tus ojos  110
otros, ¡ay! , otros eran; me buscaban,
y en su mirar y regaladas burlas
alentaban mis tímidos deseos.
¿Te has olvidado de la selva hojosa,
do huyendo veces tantas del bullicio,                115
en sus obscuras solitarias calles
buscamos un asilo misterioso
do alentar libres de mordaz censura?
¿Qué sitio no oyó allí nuestras ternezas,
no ardió con nuestra llama ? Al lugar corre     120
do reposar solíamos, y escucha
tu blando corazón: si él mis suspiros
se atreve a condenar, dócil al punto
cedo a tu imperio, y parto. Pero en vano
te reconvengo: yo te canso, acaba                      125
de arrojarme de ti, cruel. ..Perdona,
perdona a mi delirio; de rodillas
tus pies abrazo y tu piedad imploro.
¡Yo acusar tu fineza!... ¡yo cansarte!...
¡a ti que me idolatras!... No; la pluma               130
se deslizó; mis lágrimas lo borren.
¡Oh, Dios! yo la he ultrajado; esto restaba
a mi inmenso dolor. Mi bien, señora,
dispón, ordena, manda: te obedezco.
Sé que me adoras, no lo dudo; humilde            135
me resigno a tu arbitrio... El coche se oye;
y del sonante látigo el chasquido,
el ronco estruendo, el retiñir agudo
viene a colmar la turbación horrible
de mi agitado corazón... Se acerca                     140
veloz, y para; te obedezco, y parto.
Adiós, amada, adiós... El llanto acabe,
que el débil pecho en su dolor se ahoga.
ELEGÍA MORAL II.
A JOVINO: EL MELANCÓLICO

¿Cuál fue el motivo del dolor que expresa Meléndez en esta elegía, enviada a Jovellanos en 1794? Podría tratarse de una crisis religiosa, resultado tal vez de una tragedia familiar o de un desastre amoroso. Hay algún apoyo para tal interpretación en la XXXIX de las Odas filosóficas y sagradas de nuestro poeta, más o menos contemporánea de la Elegía moral II.

      Cuando la sombra fúnebre y el luto
de la lóbrega noche el mundo envuelven
en silencio y horror, cuando en tranquilo
reposo los mortales las delicias
gustan de un blando saludable sueño,                    5
tu amigo solo, en lágrimas bañado,
vela, Jovino, y al dudoso brillo
de una cansada luz, en tristes ayes,
contigo alivia su dolor profundo.
¡Ah! ¡cuán distinto en los fugaces días         10
de sus venturas y soñada gloria
con grata voz tu oído regalaba,
cuando ufano y alegre, seducido
de crédula esperanza al fausto soplo,
sus ansias, sus delicias, sus deseos                      15
depositaba en tu amistad paciente,
burlando sus avisos saludables!
Huyeron prestos como frágil sombra,
huyeron estos días, y al abismo
de la desdicha el mísero ha bajado.                     20
Tú me juzgas feliz... ¡Oh si pudieras
ver de mi pecho la profunda llaga,
que va sangre vertiendo noche y día!
Oh si del vivo, del letal veneno,
que en silencio le abrasa, los horrores,                25
la fuerza conocieses! ¡Ay Jovino!
¡ay amigo! ¡ay de mí! Tú solo a un triste,
leal confidente en su miseria extrema,
eres salud y suspirado puerto.
En tu fiel seno, de bondad dechado,                    30
mis infelices lágrimas se vierten,
y mis querellas sin temor; piadoso
las oye, y mezcla con mi llanto el tuyo.
Ten lástima de mí; tú solo existes,
tú solo para mí en el universo.                              35
Doquiera vuelvo los nublados ojos,
nada miro, nada hallo que me cause
sino agudo dolor o tedio amargo.
Naturaleza, en su hermosura varia,
parece que a mi vista en luto triste                       40
se envuelve umbría, y que sus leyes rotas,
todo se precipita al caos antiguo.
Sí, amigo, sí; mi espíritu, insensible
del vivaz gozo a la impresión süave,
todo lo anubla en su tristeza oscura,                    45
materia en todo a más dolor hallando
y a este fastidio universal que encuentra
en todo el corazón perenne causa.
La rubia Aurora entre rosadas nubes
plácida asoma su risueña frente,                           50
llamando al día; y desvelado me oye
su luz molesta maldecir los trinos
con que las dulces aves la alborean,
turbando mis lamentos importunos.
El sol, velando en centellantes fuegos                 55
su inaccesible majestad, preside
cual rey al universo, esclarecido
de un mar de luz que de su trono corre.
Yo empero, huyendo de él, sin cesar llamo
la negra noche y a sus brillos cierro                    60
mis lagrimosos fatigados ojos.
La noche melancólica al fin llega,
tanto anhelada; a lloro más ardiente,
a más gemidos su quietud me irrita.
Busco angustiado el sueño; de mí huye              65
despavorido, y en vigilia odiosa
me ve desfallecer un nuevo día,
por él clamando detestar la noche.
Así tu amigo vive; en dolor tanto,
Jovino, el infelice de ti lejos,                                70
lejos de todo bien, sumido yace.
¡Ay! ¿dónde alivio encontraré a mis penas?
¿Quién pondrá fin a mis extremas ansias,
o me dará que en el sepulcro goce
de un reposo y olvido sempiternos? ...                75
Todo,todo me deja y abandona.
La muerte imploro, y a mi voz la muerte
cierra dura el oído; la paz llamo,
la suspirada paz, que ponga al menos
alguna leve tregua a las fatigas                             80
en que el llagado corazón guerrea;
con fervorosa voz en ruego humilde
alzo al cielo las manos; sordo se hace
el cielo a mi clamor; la paz que busco
es guerra y turbación al pecho mío.                     85
Así huyendo de todos, sin destino,
perdido, extraviado, con pie incierto,
sin seso corro estos medrosos valles,
ciego, insensible a las bellezas que ora
al ánimo doquiera reflexivo                                  90
Natura ofrece en su estación más rica.
Un tiempo fue que de entusiasmo lleno
yo las pude admirar, y en dulces cantos
de gratitud holgada celebrarlas
entre éxtasis de gozo el labio mío.                       95
¡Oh, cómo entonces las opimas mieses
que de dorada arista defendidas
en su llena sazón ceden al golpe
del abrasado segador, oh cómo
la ronca voz, los cánticos sencillos                    100
con que su afán el labrador engaña,
entre sudor y polvo revolviendo
el rico grano en las tendidas eras,
mi espíritu inundaran de alegría!
Los recamados centellantes rayos                      105
de la fresca mañana, los tesoros
de llama inmensos que en su trono ostenta
majestüoso el sol, de la tranquila
nevada luna el silencioso paso,
tanta luz como esmalta el velo hermoso           110
con que en sombras la noche envuelve el mundo,
melancólicas sombras, jamás fueran
vistas de mí sin bendecir humilde
la mano liberal que omnipotente
de sí tan rica muestra hacernos sabe.                115
Jamás lo fueran sin sentir batiendo
mi corazón en celestial zozobra.
Tú lo has visto, Jovino: en mi entusiasmo
perdido, dulcemente fugitivas
volárseme las horas... Todo, todo                      120
se trocó a un infeliz; mi triste musa
no sabe ya sino lanzar suspiros,
ni saben ya sino llorar mis ojos,
ni más que padecer mi tierno pecho.
En él su hórrido trono alzó la oscura                 125
melancolía, y su mansión hicieran
las penas veladoras, los gemidos,
la agonía, el pesar, la queja amarga,
y cuanto monstruo en su delirio infausto
la azorada razón abortar puede.                         130
¡Ay! ¡si me vieses elevado y triste,
inundando mis lágrimas el suelo,
en él los ojos, como fría estatua
inmóvil y en mis penas embargado,
de abandono y dolor imagen muda!                  135
¡Ay! ¡si me vieses ¡ay! en las tinieblas
con fugaz planta discurrir perdido,
bañado en sudor frío, de mí propio
huyendo, y de fantasmas mil cercado!
¡Ay! ¡si pudieses ver... el devaneo              140
de mi ciega razón, tantos combates,
tanto caer, y levantarme tanto,
temer, dudar, y de mi vil flaqueza
indignarme afrentado, en vivas llamas
ardiendo el corazón al tiempo mismo!              145
¡hacer al cielo mil fervientes votos
yal punto traspasarlos... el deseo...
la pasión, la razón ya vencedoras...
ya vencidas huir! ...Ven, dulce amigo,
consolador y amparo; ven y alienta                   150
a este infeliz, que tu favor implora.
Extiende a mí la compasiva mano,
ytu alto imperio a domeñar me enseñe
la rebelde razón; en mis austeros
deberes me asegura en la escabrosa                  155
difícil senda que temblando sigo.
La virtud celestial y la inocencia
llorando huyeran de mi pecho triste,
y en pos de ellas la paz; tú conciliarme
con ellas puedes, y salvarme puedes.                160
No tardes, ven, y poderoso templa
tan insano furor; ampara, ampara
a un desdichado que al abismo que huye
se ve arrastrar por invencible impulso,
y abrasado en angustias criminales,                  165
su corazón por la virtud suspira.

 

DOÑA ELVIRA, ROMANCE I

En el único manuscrito, autógrafo, que de él conocemos, este romance se titula Doña Elvira de Guzmán. Aventura trágica. Compuesto antes de 1815, se publicó por primera vez en la edición de 1820, acompañado de un Romance II y de una nota según la cual “el autor había continuado este suceso en otro romance, que se extravió después de su fallecimiento”.

      “No sé qué grave desdicha
me pronostican los cielos,
que desplomados parecen
de sus quiciales eternos.
Ensangrentada la luna                                        5
no alumbra, amedrenta el suelo,
si las tinieblas no ahogan
sus desmayados reflejos.
En guerra horrible combaten
embravecidos los vientos,                                     10
llenando su agudo silbo
de pavor mi helado seno.
Atruena el hojoso bosque;
y parece que allá lejos
llevados sobre las nubes                                         15
gimen mil lúgubres genios.
Hados, ¿qué queréis decirme?
¿o qué amenaza este estruendo,
este confuso desorden
que en naturaleza veo?”                                         20
Así hablaba doña Elvira,
encerrada en su aposento,
cuando la callada noche
el mundo sepulta en sueño.
Ella vela; sus cuidados                                     25
no permiten que un momento
halle el ansiado reposo,
cierre sus ojos Morfeo.
Doña Elvira, que viuda
del Comendador Don Tello,                                  30
señor de Herrera y las Navas
castellano de Toledo,
bajo un sencillo tocado
cubierto el rubio cabello,
sin sus oros la garganta,                                         35
y el monjil y saya negros,
en soledad y retiro,
sumida en dolor inmenso,
diez años ha que le llora
como le lloró el primero.                                       40
En vano el abril florido,
lanzando al áspero invierno,
ríe a la tierra y la alfombra
de galas y verdor nuevos.
En vano el plácido octubre,                            45
renovando los misterios
de Baco, tras Sirio ardiente
se ostenta de frutas lleno.
Ella insensible a sus dones
llora siempre, en el silencio                                   50
de la noche, cuando al mundo
alegra lumbroso Febo.
Era don Tello esforzado;
tuvo el renombre de bueno;
murió en la toma de Alhama                                 55
de heridas y honor cubierto.
Un hijo solo fue el fruto
de su amor fino y honesto,
como su padre valiente,
como doña Elvira bello,                                         60
que también contra los moros
cual mil famosos guerreros,
doncel de Isabel la sirve
en el granadino cerco,
mientras la penada madre                                65
entre zozobras y miedos,
cuanto por su padre un día
hoy tiembla por el mancebo,
si bien gallardo y membrudo
cual joven aun poco diestro                                   70
en repararse asaltado,
ni en herir acometiendo.
“¿Si será”, clamaba Elvira,
“que en su juvenil denuedo
el hijo de mis entrañas                                            75
hoy me las parta de nuevo?
Yo le miro enardecido
picar al bridón soberbio,
y el primero en la batalla
correr al mayor empeño,                                        80
entrarse la lanza en ristre
de los bárbaros en medio,
por ganar una bandera
o algún noble prisionero
que presentar en la corte                                  85
de la Reina, como hacerlo
mi ínclito esposo solía. ..
¡Oh dolorosos recuerdos!
¡Madre desolada y triste!
¡Hijo infeliz! ¡cuánto tiemblo                               90
por ti de Muza los botes,
de Aliatar el crudo acero!
¡Cuánto que ciego, olvidado
de mi amor y mis consejos,
con un desastre consumes                                      95
mi viudez y desconsuelo!
¡Ah, si de tu ilustre padre
como tienes el esfuerzo,
la prudencia te adornara,
mis cuidados fueran menos...!                            100
Guardad, bárbaros; no aleves,
si estáis de sangre sedientos,
probéis vuestros fuertes brazos
contra ese pimpollo tierno.
¡Tantos le asaltáis, cobardes,                        105
y seguros de vencerlo
corréis cual hambrientos lobos
aun inocente cordero!
Cual buenos solos buscadle,
y el brazo y heroico aliento                                 110
veréis en él del que tanto
temblabais grande don Tello.
O mejor con el Maestre
o con el Córdoba fiero
mediros, que a todos llama,                                115
su horrible lanza blandiendo.
¡Perdonad mi hijo querido,
así hallen siempre los vuestros
ventura y prez en las lides,
honras y amor con el pueblo!                             120
¡Hijo amado! ¡qué de angustias
me cuestas...!” En su desvelo
súbito de la almohada
alzándose sin sosiego,
corre al balcón, y escuchando                      125
exclama: “¡Si el escudero
vendrá que partió a informarse
de su salud y sus riesgos!
Tráeme fiel las faustas nuevas
que madre tierna deseo,                                       130
y tendrás un premio digno
de tu lealtad y tu celo...
¿Pero qué estrépito se oye?
No hay dudarlo. ..Pasos siento:
la marcha de algún jinete                                     135
repite sonoro el eco.
¡Cuán silencioso camina!
Percibir apenas puedo
el batir del duro casco
sobre el pedregoso suelo.                                    140
¿Si será que así a deshoras
venga alguno de mis deudos
a anunciarme las desdichas
que contino estoy temiendo?
¡Madre infeliz! ¡Venturosa                           145
la que jamás logró serlo!,
no cual yo que al cielo airado
ablandé con votos necios.
Ella no verá sus hijos
atravesados los pechos                                         150
de mora lanza y segados
en su flor cual débil heno,
no en las andas funerales
extendidos; ni cubierto
de negros paños, y en torno                                155
los militares trofeos,
verá su féretro alzarse,
y en un silencioso duelo
a cien caballeros nobles,
de sus armas compañeros.                                   160
No llorará como lloro,
ni tendrá en un hilo puesto
su vivir, temblando siempre,
¡mísera!, un desastre nuevo.
¡Cavilaciones tardías...!                                 165
¿Por qué, por qué su ardor ciego
no contrasté cuando pude?
¿por qué me doblé a sus ruegos?
¿por qué le dejé a las lides
partir tan niño? ¿mi seno                                     170
desnudo, mis tristes lloros
no pudieran detenerlo?
Sobre el umbral de rodillas,
una madre... Lejos, lejos
mengua tal, oprobio tanto                                    175
de una Guzmán y Pacheco,
lejos de la sangre clara
que al moro el puñal sangriento
tiró contra el hijo amado
de Tarifa en el asedio.                                          180
¡Cuál se hablaría en la corte
de Isabel! ¡y qué denuestos
los ricos hombres no harían
al hijo y la madre a un tiempo!
¡Honor, honor castellano!                             185
¡Ínclito esposo, modelo
de valor y altas virtudes
a cristianos caballeros!
Ve desde el cielo a tu hijo,
que tras tu glorioso ejemplo,                              190
madre infeliz, viuda triste,
víctima a la patria ofrezco.
Tiéndele los nobles brazos,
seguro que por sus hechos
no mancillará las glorias                                      195
de sus heroicos abuelos.
Tiéndelos, amado esposo,
únelo a ti en nudo estrecho,
parte con él tus laureles,
y goza lo que yo pierdo.”                                    200
Súbito un ave nocturna
lanzando un grito funesto
se oyó, y batiendo las alas
voló en ominoso agüero;
y una gigantesca sombra                               205
cual un pavoroso espectro
cruzó delante sus ojos,
de horror y lágrimas llenos.
Elvira, la triste Elvira,
aterrada y sin aliento                                            210
cayó sobre su almohada,
gritando: “¡Yo desfallezco!”

No es posterior a 1777

La paloma de Filis es el título que dio Meléndez a una serie de odas, de las cuales ésta es la tercera.

Esta imitación de L’Amour papillon de François de Bernis no es posterior a 1784.

N o es posterior a 1815.

No es posterior a 1782.

No es posterior a 1784.

No es posterior a 1785.

Heroínas trágicas de Racine y Voltaire, respectivamente.

Sustantivo de género común, ‘chino’ (RAE)

No es posterior a 1797.

No es posterior a 1797.

Voz no registrada, que significa “portador de sombras”, “umbroso” o sombrío”.

Estrella de la constelación del Can Mayor, correspondiente a la época más calurosa del verano.

El Maestre de la Orden de Santiago, según se ve en el Romance II de Doña Elvira.

Gonzalo Fernández de Córdoba (1453-1515), el Gran Capitán.

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Juan meléndez valdés poesias

 

 

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